Donde Mueren Las Estrellas

XIII. PRESAGIO

Las campanas no se habían detenido en toda la madrugada. No eran repiques ordenados, sino golpes erráticos, como si las torres de la iglesia hubiesen cobrado vida... y estuvieran perdiendo la razón.

Elian despertó con esa vibración aún clavada en los huesos.
Había logrado dormir apenas un par de horas en el suelo de la biblioteca, apoyado contra la pared, con Nora recostada cerca, envuelta en una manta que olía a polvo y café viejo.

Al abrir los ojos, el resplandor de su cicatriz había disminuido, pero la piel alrededor seguía ardiendo, como una quemadura que nunca cerraba.
Se tocó con cuidado, odiando la familiaridad de esa sensación.

—¿Lo sientes todavía? —preguntó Nora, que ya lo observaba con los ojos abiertos, su voz suave, como si temiera quebrar el silencio de la sala.

Él asintió.
No había manera de ocultarlo.

Un trueno lejano retumbó, aunque la tormenta había pasado, el aire aún estaba saturado de humedad y la madera crujía bajo sus pasos cuando se puso de pie.

Desde las ventanas de la torre se veía el pueblo, envuelto en un gris apagado, las calles estaban vacías, pero el eco de las campanas se mezclaba con murmullos dispersos que parecían subir desde las casas.

Nora se levantó también, arreglándose el cabello con las manos.
Caminó hacia él y lo observó en silencio, hasta que se atrevió a decir...

—Van a culparte otra vez, ¿verdad?

Elian apretó la mandíbula, no necesitaba confirmarlo.
Sabía lo que ocurría cada vez que la cicatriz brillaba, cada vez que la calma se quebraba en Harlan, el pueblo lo buscaba con los ojos, lo señalaba como si fuese un presagio andante.

Y esta vez, las campanas lo habían anunciado de forma demasiado clara.

En la plaza central, el aire estaba cargado de tensión. Los ojos lo seguían como faroles encendidos en la niebla; todos querían creer que el culpable tenía rostro, y ese rostro era el suyo.

Un grupo de ancianos se había reunido bajo el techo de la iglesia, murmurando con el cura, mientras los más jóvenes rondaban por las calles como animales inquietos.
Las madres llamaban a sus hijos para que se quedaran dentro de casa, cerraban las ventanas, era el mismo ritual de siempre, repetido durante generaciones.

Pero esa mañana, más de uno hablaba en voz alta.

—¡Fue él otra vez! —escupió un hombre de manos callosas, un pescador.
—Siempre que esa marca arde, pasa algo.
¿O ya olvidaron lo de la cosecha del año pasado? —añadió una mujer con la voz ronca.

Otros asentían, algunos con miedo, otros con rabia.

Pero no todos.
Una anciana de cabello blanco, apoyada en un bastón, intervino con calma.

—No sean necios.
Elian no eligió esa marca, nadie sabe lo que significa en verdad.

El pescador bufó.
—¡Claro que lo sabemos! Es un heraldo de desgracias.
Siempre lo ha sido.

La anciana lo miró con ojos apagados pero firmes.
—Y aun así, cuando era niño, ¿quién fue el que te sacó del río cuando estabas a punto de ahogarte?

El murmullo se quebró por un instante, algunos bajaron la mirada, incómodos.

Elian observaba todo desde la esquina de la plaza, sin acercarse del todo.
Nora estaba a su lado, los dedos apretados contra la tela de su abrigo.

—No deberías estar aquí —le susurró él, sin apartar la vista de la multitud.

—¿Y dejarte solo frente a ellos? Ni lo pienses —replicó ella, con la misma calma desafiante de la anciana.

El murmullo creció, y pronto las miradas cayeron sobre él.

Era inevitable.

Las campanas dejaron de sonar, de repente, como si una mano invisible hubiese cortado el hilo que las movía.
El silencio posterior fue más pesado que el ruido.

El cura salió al frente de la multitud, sus ropas húmedas aún por la tormenta de la noche.
Alzó la voz, grave...

—La señal ya fue dada. Sabemos lo que significa.

Hubo un murmullo de aprobación.

Elian sintió la cicatriz palpitar, como si respondiera a esas palabras.
Era casi una ironía cruel, ni él mismo sabía qué significaba exactamente, y aun así el pueblo entero estaba convencido.

Nora dio un paso al frente, sorprendiendo a todos.

—¿Y qué significa entonces? —preguntó, clara y firme.
—Díganoslo, padre. Díganos qué entiende usted que ninguno de nosotros pueda comprobar.

El silencio se volvió incómodo.

El cura la miró con severidad, pero no respondió de inmediato.

Elian sabía por qué, lo que mantenía vivo ese miedo no eran certezas, sino las lagunas, las medias verdades transmitidas por generaciones, los recuerdos de los ancianos, los relatos deformados con cada invierno.

Esa noche, en la casa de la anciana que había hablado en la plaza, se encendió una lámpara de aceite.
Nora y Elian fueron recibidos allí, lejos de las miradas.

La mujer los hizo sentar y, tras un largo silencio, murmuró...

—Yo era niña cuando mi abuelo contaba la historia del Heraldo.
Decía que no era un hombre ni un demonio, sino un vínculo... una cadena entre lo que vive arriba y lo que espera debajo.

Elian bajó la mirada. Por un instante creyó escuchar una voz entre las campanas, un nombre que hacía años no pronunciaba, Ódel.
Pero la anciana siguió hablando, y el eco se perdió, como si el propio recuerdo temiera salir a la superficie.

No era la primera vez que oía algo parecido.

—¿Y qué decían de la marca? —preguntó Nora, inclinándose hacia adelante.

Elian escuchaba con atención, aunque la familiaridad del relato le revolvía el estómago.
La anciana cerró los ojos, como si las palabras le pesaran.
—Que la llevaba aquel que debía anunciar la llegada.
Que no era dueño de su destino, sino apenas una campana viviente.

Elian apretó los puños.
Le hubiera gustado reír, o negar todo, pero el ardor en su piel lo delataba.

—Y sin embargo... —continuó la anciana— algunos también decían que la marca podía torcerse, que no estaba escrita del todo. Que si alguien lograba sostener al marcado... tal vez el ciclo se rompería.




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