Donde Mueren Las Estrellas

XV. EL DESPERTAR

La noche en Harlan no era como las demás. Horas antes, el silencio había caído pesado sobre el pueblo. Incluso los perros habían dejado de ladrar, como si algo invisible aguardara su momento para hablar.
Un viento extraño recorría las calles desiertas, cargado con un murmullo sordo que parecía venir de las profundidades de la tierra, en lo alto de la colina, la torre observaba al pueblo como un guardián vigilante, pero aquella noche, su silencio se quebraba con cada crujido de piedra y cada vibración que ascendía desde sus cimientos.

Elian se detuvo en el umbral, con la respiración agitada.
Había sentido antes esa llamada, era la misma vibración que había sentido aquella noche en la torre, cuando los símbolos se encendieron por un instante; pero esta vez, la respuesta venía desde dentro de él. Ese pulso que nacía en lo más hondo de su cicatriz y se expandía por todo su cuerpo, pero ahora... ahora era distinto, la marca ardía, brillando débilmente bajo la piel de su rostro, como si tratara de responder a un lenguaje secreto que no comprendía.

—Otra vez —susurró, llevándose la mano a la mejilla.
Sus dedos encontraron la línea áspera de la cicatriz, tibia como una brasa recién encendida.

Nora lo observó desde unos pasos atrás, su silueta apenas iluminada por las velas que había encendido en la mesa, había aprendido a reconocer esos momentos cuando la marca se activaba, Elian se quedaba entre dos mundos, presente y ausente al mismo tiempo, como si escuchara voces que nadie más podía oír.

—No es igual que antes, ¿verdad? —preguntó ella en voz baja.

Elian negó con la cabeza, sus ojos, cargados de un resplandor verdoso reflejado de la cicatriz, se alzaron hacia la torre.

El suelo bajo sus pies vibraba, como si un corazón enorme latiera debajo de las piedras de Harlan.

—Está más fuerte... más cerca —murmuró.

El eco llegó primero, las paredes parecían exhalar aire, como si la piedra misma respirara junto a ellos.
Un estruendo profundo, como un trueno contenido, se expandió desde la base de la colina. Las ventanas de la torre tintinearon, y las llamas de las velas se agitaron violentamente.
Nora retrocedió un paso, instintivamente, mientras Elian apretaba la mandíbula, de pronto, la cicatriz resplandeció.

No era ya un simple corte en su piel; la línea se extendió, como si hubiera despertado, dibujando una franja de luz azulada que descendía hasta su cuello y se perdía bajo la tela de su camisa.
Elian contuvo un gemido; el calor era insoportable, como si le hubieran tatuado fuego en la carne.

—¡Elian! —exclamó Nora, corriendo hacia él.

Pero él levantó una mano temblorosa, pidiendo que no lo tocara. Sus ojos estaban fijos en el suelo, en la grieta que atravesaba la base de la torre y que ahora brillaba al unísono con su cicatriz.

—¿La ves? —preguntó con voz ronca.

Nora miró hacia abajo.
La grieta, antes oscura e inerte, resplandecía con un fulgor azulado, como si en sus profundidades se encendiera un océano de estrellas y en ese resplandor... voces. Voces lejanas, apenas audibles, que parecían arrastrar memorias y lamentos de generaciones enteras.

Elian cayó de rodillas, presionando la cicatriz con ambas manos. Un recuerdo lo golpeó como una ola, arrancándolo de la torre y lanzándolo de vuelta a su infancia.

Recordaba las miradas de los adultos, las puertas que se cerraban a su paso, las manos que se apartaban. Desde entonces entendió que la luz podía ser tan temida como la oscuridad.
Tenía apenas siete años cuando la marca brilló por primera vez. Corría por los callejones de Harlan, escapando de unos niños mayores que lo habían molestado, tropezó y cayó contra un barandal oxidado, rasgándose la cara. No fue solo la sangre la que brotó aquella noche, sino también la luz. Una anciana lo encontró temblando, con la cicatriz ardiendo y los otros niños huyendo despavoridos.

"No es tu culpa, muchacho", le dijo la mujer, con ojos cargados de un conocimiento que nadie más se atrevía a pronunciar. "Esa marca te escogió. A veces la tierra no elige con justicia, pero nunca se equivoca".

Desde entonces, la cicatriz se convirtió en su condena y en su carga.
Harlan lo miraba como a un extraño, como a un presagio, algunos lo evitaban, otros lo insultaban a sus espaldas, y unos pocos —muy pocos— lo miraban con compasión.

—Siempre ha estado conmigo... —dijo Elian, apenas recobrando el aliento— Desde niño...no importa cuánto lo intente, no puedo huir de esto.

Nora se inclinó junto a él, sus ojos azules reflejando el resplandor de la grieta.

—No tienes por qué huir. —Ella apoyó una mano sobre el suelo, cerca de la suya, sin llegar a tocarlo, y aún así Elian sintió el calor de su presencia recorrerle los dedos. Su voz era firme, aunque sus manos temblaban.— Lo que sea que signifique esa marca, no la llevas solo. Ahora estoy yo.

Elian levantó la mirada, en medio del caos, el miedo y el resplandor, encontró un ancla en ella y por un instante, la presión en su rostro se alivió, como si la cicatriz reconociera la presencia de Nora.

—¿Por qué no huyes como los demás? —preguntó, casi un lamento.

Ella sonrió con dulzura amarga.

—Porque siempre quise volver aquí para entender quién era yo y ahora sé que tú eres parte de esa respuesta.

El resplandor de la grieta aumentó.

Luces azules y verdosas escapaban hacia el techo de la torre, proyectando sombras alargadas que se movían como si tuvieran vida propia.

Nora se puso de pie, con el corazón latiendo desbocado. Elian la siguió, tambaleante, pero decidido.

De pronto, de la grieta surgió una figura fugaz, no era sólida, sino apenas una silueta luminosa que se alzó como un humo denso, un rostro difuso, antiguo, apareció en el resplandor.

Las voces se unieron en un coro incomprensible.
Palabras rotas, ecos en lenguas olvidadas y en medio de todo, una frase clara, como si se hubiera desgajado del murmullo.




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