Después de clases Megan caminó hacia su casa con la mirada centrada en sus zapatos, absorta, sin prestar atención a lo que ocurría a su alrededor en las avenidas, ni a la gente que pasaba a su lado, ni a los autos que circulaban por las calles mojadas, ni a la lluvia que repiqueteaba sobre su cabeza suavemente. Pasó por encima de un charco sin apenas prestar atención, sumergiendo sus zapatos en el agua helada. En el superficie turbia de repente vió reflejado un rostro conocido.
Keythan.
Su rostro no contaba con su sonrisa alegre sino que le miraba con dureza. ¿Incluso en su imaginación iba a dedicarle esa actitud fría y acusadora? Sin embargo, durante lo que duraban las sesiones de tutoría, no parecía enojado sino simplemente indignado. Pensaba en él más de lo que quisiera.
¿Por qué tenía que permanecer en su mente incesantemente? Era como la mala hierba, por más que trataba de arrancarlo de sus pensamientos siempre volvía a crecer, y con más fuerza. Le estaba matando.
Al llegar a la casa como siempre tuvo que tocar la vieja puerta de madera, puesto que no le permitían llevar una llave consigo. Era algo ridículo, pero así eran las cosas. Quien le abrió fue su madre, vestida con un pequeño camisón transparentizo que dejaría ver todo su cuerpo semi desnudo de no ser por la larga capa de seda que llevaba encima, amarrada a su cintura con un listón. De todos modos ella había abandonado el pudor hace mucho tiempo, llegando a no importarle que su hija la viese en paños menores. Entre sus dedos, de largas uñas pintadas con esmalte rojo, sostenía un cigarrillo.
Su madre, aún con los años que llevaba encima, era una mujer muy bella, en verdad mucho más hermosa de lo que cabía esperar. Su rostro como el de una actriz de cine, con tenues arrugas que aún no alcanzaban a profundizarse, estaba perfectamente maquillado. Tenía el mismo cabello negro que su hija, pero dedicaba mucho más cuidados en el, manteniéndolo brillante y suave. También poseía idénticos ojos, del color de un cielo de verano, pero envejecidos, con las pestañas rizadas y muchas capas de rímel, que intensificaban su mirada, la cual siempre tenía una expresión indulgente y despistada.
—Hola, mi preciosa bebé, ¿cómo te fue hoy en el cole?—Le saludó con una voz extremadamente aguda, dando una fumada para luego expulsar el humo directo al rostro de su hija, con una sonrisa de dientes un poco amarilleados por el hábito al tabaco. Megan tosió y se apartó con frialdad, sin darle ninguna contestación. Era patético que su madre se expresara con ese vocabulario impropio de su edad, decía cosas como "cole" como si fuera una tonta quinceañera.
—¿Por qué finges interesarte por mí?—Reclamó. Le asqueaba su mirada aduladora.
—Detén tu actitud irrespetuosa, Megan, ¿No puedes comportarte decentemente conmigo?—Expresó su madre entristecida—¿No puedes ser por una vez buena y amable?
Megan sintió una puñalada en su corazón. La aparente aflicción que destilaba su progenitora no le resultaba convincente, por mucho que deseara creer en ella, creer en que por fin daría muestras de querer cambiar, de ser verdaderamente una "madre" comprometida con el bienestar de su hija. No demostraba el menor afecto por ella y sin embargo la reñía duramente cada vez que el personal del colegio trataba de comunicarse con ella para hacer de su conocimiento las materias que reprobaba cada unidad. "Solo nos haces desperdiciar dinero en ti, no mereces una educación de tan elevada calidad como la que estamos dándote" le decía, sin embargo de igual modo seguía pagando las colegiaturas, quizá como muestra de su arrepintiendo por destinarle tan poco tiempo.
—Perdona, pero siendo que recibo el mejor ejemplo del mundo en conducta no me sale ni me da la gana actuar el papel de hija agradecida.
—Cómo siempre, ha llegado la maldita muda, ¡oh! y esta vez sí se ha dignado a responder algo, pensaba que le habían comido la lengua los ratones, como es capaz de pasarse días sin hablarnos... ¿Por qué no le ha atropellado un carro aún?—La ronca exclamación masculina seguida de estridentes risotadas le llegó proveniente de la sala, mezclada con las elocuentes voces de los actores, quienes en la pantalla de la televisión presentaban un show de talentos, con el cual Sebastián se entretenía.
Megan mordió sus labios por la parte interna, con tanta fuerza que se hacía daño. ¿Por qué se reía Sebastián? ¿Qué cosa, del montón de estupideces que había dicho, era graciosa? Esas interrogantes, carentes de respuesta, le mortificaban.
Aunque por fuera la enorme casona daba una apariencia vieja y destartalada, con la pintura gastada, y sin mantenimiento, por dentro era un verdadero palacio secreto a los ojos de los curiosos. Una mansión que ostentaba riqueza y extravagancia. Las paredes de la sala estaban cubiertas de hermosos cuadros y numerosas figurillas de colección y estatuas de animales o cuerpos de los renacentistas, colocadas sin ningún orden ni concierto, y su sola presencia hacían semejar el lugar a un extraño y estrafalario museo. Unas anchas escalinatas de mármol, con relieves tallados, conducían a la segunda planta y al centro de la amplia sala, había un juego de sillones de cuero que parecían ser en extremo caros, en torno a un gran teatro en casa, cuyas bocinas retumbaban. Por todo el suelo había montones de copas de cristal y botellas de vino vacías junto a algunas cuyo contenido a la mitad yacía derramado en las pulidas baldosas negras.