CAPÍTULO 21: Tocar suelo.
Todo transcurrió como siempre, con la diferencia de que al pasar cerca de Sarah durante clases, de nuevo rehuyó a su mirada. En su mente pasaron una a una las maldades a las que la había hecho objeto. Una opresión en el pecho le quitó el aire y se sintió extraña deseando cada vez alejarse lo más pronto posible de ella. Los días estaban siendo idénticos, se resistía tercamente a repetir la jornada extenuante. ¡Llegar a las 6:00 am a la escuela, eso era una completa chifladura! Sólo a un demonio se le ocurriría algo así, y ese demonio tenía nombre: Keythan. Su castigo era casi una tortura diaria. Por otro lado tenía que pasar las clases haciendo caso omiso a las miradas de disgusto que tanto Dylan como Kim le regalaban. Después de dos semanas se le hacía intolerable acudir al consultorio de la planta alta, especialmente por la apatía y la impersonal distancia que Keythan había erigido con una tajante firmeza. Ni siquiera le hablaba, ni se interesaba por sus tareas, no le daba órdenes ni nada. Ella entraba, se sentaba en un sillón mientras que él leía un libro nuevo cada vez, en medio de un silencio sepulcral, que solo era roto ocasionalmente cuando él hacía anotaciones en su laptop. El toque de sus dedos en las teclas resonaba en toda la oficina con exagerada parsimonia, enloqueciéndola. En ocasiones él aprovechaba para poner música de ritmo animado y tranquilo y eso aminoraba la incomodidad de estar juntos y solos.
El lunes de la tercera semana, a la hora debida, Megan se dirigió arrastrando los pies al consultorio. Estaba muy cansada, parecía cosa de nada, pero levantarse una hora antes de lo habitual realmente estaba pesándole, además de que la frialdad matutina era penetrante y el tramo que recorría a diario hasta la escuela era de lo más insoportable, en especial cuando la lluvia le salpicaba la ropa y los zapatos. Llegar a la escuela era un cuento similar. Limpiar la biblioteca parecía una labor interminable. El polvo de los estantes le resecaba las manos y aunque la señora Robles no le sobrecargaba de trabajo, iniciaba las clases agotada y con mucho sueño. El esmalte de las uñas se le había descascarado por completo tanto que ahora optaba por dejar sus uñas al natural. No servía de nada que las pintara porque cada dos días se hallaban completamente arruinadas. Bajo sus ojos ya se habían plasmado unas ojeras tan profundas como si hubiesen sido hechas con tinta indeleble.
Cuando llegó al consultorio dio dos toques a la madera de la puerta y, como solía pasar, no recibió ninguna respuesta, así que, como no tenía el pestillo, entró. Keythan estaba de pie y sostenía un libro entre sus manos, mientras apoyaba su costado en el escritorio, enfrascado en su lectura. Estaba levemente volteado, por lo que solo era visible una parte del perfil de su rostro. Ni siquiera alzó la vista cuando ella entró. Cómo si no existiera, como si su presencia en este mundo fuera tan llamativa como la de una minúscula hormiga. Sintió un nudo en el estómago.
El trato que Keythan le prodigaba le dolía, no porque fuese algo nuevo para ella, ya que en su hogar no recibía el mejor de los recibimientos cada día, sino porque venía de él. Intentó no reparar en la causa de eso, es decir, no le importaba ser ignorada por otras personas, cosa que no era muy habitual, ya que por una u otra razón la gente siempre se le quedaba viendo a la espera de que hiciera algo que les diera de que hablar, pero recibir esa descarada indiferencia parte de Keythan era, por alguna razón en la que evitaba pensar, hiriente.
Él emitió un saludo que no daba pie a una conversación y Megan respondió con voz monótona. Se sentó en uno de los silloncitos de la sala, sintiendo como si el oxígeno en esa oficina se hubiera esfumado o como si en vez de eso estuviera respirando un gas tóxico. Exhalaba incomodidad por cada uno de sus poros. Pasaron varios minutos en los que no sabía ni dónde poner los ojos, ni las manos. El silencio era intraspasable y Keythan estaba imperturbable, absorto en las letras del libro. La ventana detrás de él lo iluminaba y daba reflejos levemente castaños a su cabello que hasta entonces había pensado que era negro azabache. Lo observó atentamente: La espalda fornida recostada en la orilla del macizo escritorio de madera, su torso un poco inclinado hacia adelante, un brazo cruzado a la altura de su pecho, mientras que en la otra mano abierta reposaba el libro, el dueño de su atención. Megan se sorprendió a sí misma observándolo con embeleso. Sin lugar a dudas era demasiado atractivo para ser tan odioso. En todo el espacio flotaba un pequeño indicio de su colonia, un aroma fresco, seductor y vibrante. Era como si ese consultorio estuviera marcado por su esencia.
¿Pero qué cosas estaban pasando por su mente? Se sintió estúpida. ¿A caso Keythan le atraía? Muchísimo, respondió un eco escondido en su mente. Movió la cabeza en negación, como si esos pensamientos pudieran escapar de su mente si no los detenía a tiempo.
No podía estarse fijando en Keythan se esa forma. Una cosa era que le pareciera guapo pero otra muy diferente era enamorarse de él y ella no estaba dispuesta a darle ese poder sobre ella.