Capítulo 38: Decir la verdad.
Esa noche en el hotel, su corazón se deshizo y se volvió azul y negro de tristeza.
Permaneció acostada en la cama, como si se hallara en una balsa, perdida en medio del mar, sin un solo rastro de tierra a la vista.
Sus ojos picaban y lastimaban como si los hubiesen frotado con afilados trozos de cristales y aunque quisiera cerrarlos y dormir, las lágrimas brotaban sin que ella fuese conciente, como puñaladas y se deslizaban convertidas en hielo seco, un pilar de sal. Era una herida abierta que no deja de sangrar y que nunca va a cerrar.
Lloró hasta que ella misma fue una chica de piedra. Había soportado tanto dolor que ya no podía sentir más nada.
No se molestó en prender la lampara. La habitación era iluminada por los ocasionales rayos que encendían el cielo mientras la tempestad azotaba a la ciudad sin piedad, cual diluvio a punto de inundar las calles. Por fin se debilitó en la madrugada, tomando la forma de una llovizna suave pero persistente. Las corrientes de agua se filtraron por las alcantarillas y cuando las nubes se esparcieron y permitieron que el firmamento se aclarara la luna se mostró enorme, rodeada por un halo amarillento. Su brillo era tan intenso que bastaba para permitirle ver.
Cerró los ojos y su mente se remontó en modo automatico en las olas del tiempo, una bala perdida en el espacio, viajando sin parar y sin destino, deteniendose en cada momento que compartió con él, especialmente al día en que se conocieron, esa mañana lluviosa y pálida en que jamás se imaginó que ese desconocido molesto y atrevido, que la miraba con curiosidad, sería la persona más importante en su vida. Eso la desplazó al instante en que le dijo adiós y lo dejó atrás, con el rostro descompuesto. No podía sacarse de la cabeza cómo ojos oscuros reflejaban el impacto del dolor y la devastación que estaba causando en él.
Nadie la vio salir. Se marchó por la puerta de la cocina que daba hacia el patio trasero. Las risas y el escándalo provenientes desde la sala eran tan fuertes que no tuvo que preocuparse por ser discreta ni cerrar la puerta con sutileza. El golpe de la madera no llegó a sus oídos. Su cabeza era un torbellino y su cuerpo un recipiente hinchado hasta el tope de desconsuelo.
Caminó con las piernas temblorosas, en medio de un llanto que no tenía manera de detener. Una aguda presión en medio de su pecho le robaba el aire y la ahogaba. Lanzó una ultima mirada anhelante hacia la casa, al cuadro de la ventana de la planta alta, tal como esos insectos que persiguen la luz hipnotizados y se sostuvo del tronco de un árbol plantado en la vereda, tratando de no derrumbarse.
Miró el anillo de fantasia que adornaba su dedo anular. Desde que él se lo dio no se lo quitaba, excepto para lavarse las manos y evitar que el material se dañara. La gema en el centro destelleó al ser acariciada por la luz de la farola plantada en la acera.
En el mundo había más de 7000 millones de personas.
Las estadísticas apuntaban que la población se componía aproximadamente un 50 % de hombres y un 50 % mujeres.
De entre 3500 millones de hombres, una cantidad que no podía ni alcanzar a visualizar, ¿Cuántas posibilidades existían de que ella conociera a aquel que la hacía vibrar de pies a cabeza con solo mirarla? ¿Y de que él le correspondiera y estuviese rendido y perdido hasta los huesos de ella, precisamente de ella, sin ojos para ninguna otra? Cuando lo descubrió se sintió la más afortunada, un cometa que dio vueltas por el firmamento gritando, bailando y riendo sin control llena de dicha.
Pero, además de ser una chica enamorada, ¿Quién era ella?
Él había sido su pilar. Su puerto seguro. Se había apoyado en él muchas veces. Pero cuando una columna recibe un peso exagerado se debilita y se resquebraja poco a poco hasta que cae. Ella no quería recargarse demasiado. Tenía que convencerse de que la vida valía la pena. De que ella era capaz de alcanzar sus sueños aunque tropezara una vez tras otra y no quería hundirlo con ella en el proceso.
—Eh, ¿Megan?
Giró hacia la voz masculina, sobresaltada y asustada. El halo de las farolas era acechado por la espesa oscuridad, pero distinguió una sombra debajo de los naranjos, enfocó su vista y respiró aliviada cuando notó que era Zack. Estaba apoyado contra la valla, observando el cielo en pose despreocupada y fumando. Él desvió la mirada de reojo hacia ella.
—Zack, ¿Qué haces ahí?—Se limpió las lágrimas y forzó su voz a que sonara natural pese a que se estaba desmoronando y un nudo le cerraba la garganta. Miró hacia todos lados. No había nadie más. El rumor de las voces de la casa llegaba apagado hasta ella. En la noche, silenciosa y pacifica, el canto de los grillos imperaba y las nubes tenebrosas se aproximaban con un ritmo vertiginoso.
—Uhm, salí a tomar aire—Zack tiró el cigarro al suelo y lo pisó. Levantó la mirada y observó a Megan. En su rostro bañado por la penumbra, sus ojos resplandecían brillantes y afligidos. Había escapado de la casa para recrearse en sus miserias pero al ver a Megan se olvidó de ellas—¿Te vas?—Frunció las cejas con extrañeza.