Donde nadie habita

Capítulo 1: la llegada

El pueblo de San Viator parecía congelado en el tiempo. Casas de tejas rojas, calles empedradas y una bruma persistente que al caer la tarde cubría los cerros como un velo antiguo. Para Elena Rivas, una artista plástica reconocida por sus retratos distorsionados de rostros anónimos, aquel rincón alejado del ruido citadino prometía justo lo que necesitaba: silencio, aislamiento y un poco de olvido.

Había dejado atrás la ciudad después de varios meses de bloqueo creativo. Nada fluía. Ni el óleo ni el carbón ni los trazos nerviosos que antes parecían surgirle desde el alma. Así que, cuando encontró el anuncio de un pequeño departamento en renta dentro de una casona remodelada al borde del pueblo, no lo dudó.

El lugar era sobrio, con paredes blancas, marcos de madera y un leve aroma a humedad antigua. El casero, un hombre mayor con manos callosas y mirada evasiva, le entregó las llaves sin demasiadas preguntas. Solo le advirtió, sin mayor énfasis, que evitara abrir la puerta del sótano.

Esa primera noche, mientras desempacaba sus pinceles y colgaba lienzos en blanco, escuchó el primer ruido. Un arrastre metálico, como si alguien moviera muebles en la habitación contigua. Luego, un golpeteo sordo. Pensó que tal vez era su vecino, al que aún no había visto. Pero a la mañana siguiente, al preguntar por él, la panadera solo le respondió con un ceño fruncido:

—¿Vecino? Ahí no vive nadie desde hace meses...




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