Donde nadie habita

Capítulo 2: Siluetas

A veces tengo la sensación de que mi llegada no fue real. Como si no hubiera subido a un autobús, ni tocado una puerta, ni recibido unas llaves.

Hay momentos que me vuelven a la cabeza sin aviso. Pedazos de memoria desordenada.

Recuerdo el cartel de bienvenida. La pintura despintada.
El frío.

La voz de Don Horacio, grave, áspera:
“No abra la puerta del sótano.”

No fue una advertencia. Fue una orden. Una heredada. Como si alguien se la hubiese dicho a él antes, y ahora fuera su turno de repetirla.

La casa tenía ese olor a lugar olvidado. No del todo sucio, pero definitivamente antiguo.
Las paredes respiraban. Eso pensé. No lo dije, pero lo sentí. Como si el edificio entero esperara algo… o a alguien.

Yo.

Y luego la noche. La primera.

El golpeteo. El crujido.
Algo que se arrastraba.

Quise pensar que era el viento. Madera vieja. Gatos. Algo vivo pero no humano. Pero el sonido era rítmico, exacto. Como una rutina.

Me preparé un té. Lo dejé a la mitad.

Fui hasta la ventana. No vi a nadie. Pero no estaba sola.

Nunca lo he estado desde que llegué.

Desde esa noche he estado viendo cosas en mis cuadros. Nada claro al principio. Solo impresiones. Ruidos que se cuelan en la pintura como sombras sin dueño.

Al principio pensé que era una mancha.
Una forma borrosa en el borde inferior del lienzo, justo donde no debería haber nada. Un trazo mal hecho, un error mío.

Pero en el segundo cuadro estaba otra vez.
No igual. Pero estaba.

Una silueta vertical, con los hombros apenas inclinados hacia la derecha. Como si observara en silencio. No tenía rostro, pero la forma era familiar.

En el tercero, lo confirmé. No era accidente. Ni tampoco algo que yo recordara haber pintado.

Era una figura. Siempre al fondo. Siempre... mirándome.

Cada vez que la descubro, siento un pequeño vacío detrás del esternón. Como si alguien soplara desde dentro de mi cuerpo.

Esa noche no dormí.

En lugar de eso, me senté frente al lienzo en blanco. Y la dejé salir.

No a la figura. A ella.

La chica.

Su rostro fue apareciendo sin esfuerzo. Cada línea se colocó sola, como si mis dedos ya supieran dónde ir.

Cuando terminé, me quedé mirándola por largo rato. No sabía su nombre, pero la conocía.
Su expresión era frágil. Vulnerable. Como si acabara de girarse a ver algo... algo que la asustó y la detuvo en el tiempo.

Sentí náuseas. Pero no de miedo.
De reconocimiento.

Al día siguiente, encontré el recorte en la caja oxidada junto al sótano.

Mariana Pérez. 17 años. Desaparecida.

Era ella. La misma chica que me había estado mirando desde la pintura.

No sé cómo sé que ella fue la primera.
Pero lo sé.

No pude dejar de mirar la pintura por horas.

Sentía que si apartaba los ojos, algo en ella cambiaría.

Y entonces... lo sentí.

No un sonido. No un movimiento.
Algo más primitivo.

La sensación inconfundible de estar siendo observada.

Giré apenas la cabeza. Nada.
Pero lo supe.

No estaba sola.

Fui hacia el lienzo en blanco sin pensarlo. Saqué otro pincel.
Empecé a pintar otra vez. No un rostro... no aún.

Esta vez, era solo una sombra.

Alta. Delgada. Sin nombre todavía.

Pero me observaba desde dentro de mí.




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