Estaba en el coche junto a Thiago camino a La plaza de la Signoría. Callando el silencio entre nosotros la melodía de unas canciones en italiano se escuchaban por detrás, estas eran suaves y a la vez tenían un tono de Rock que la hacían pegadiza.
Al escuchar tararear una canción a Thiago la curiosidad invadió mi cuerpo y no dudé en preguntarle cuál era el grupo de música.
—Se llaman Bella vita— me respondió con la mirada fija en la carretera.
Sus dedos picoteaban el volante al ritmo de la música como si fuera una batería, su cabeza se movía ligeramente siguiendo el ritmo de sus golpes, y su cabello rubio con tonos marrones parecidos al chocolate bailaban en su frente con cada movimiento que daba.
—Y... ¿son famosos aquí en Italia?— pregunté para salir del silencio incómodo que se escondía tras la música.
—Míralo por ti misma, tienes un móvil.
La cara de engreído que puso me incitó a cogerle la cabeza y golpearla con el volante hasta que fuese una persona normal, educada y civilizada
Imbécil.
No hable más, solo quería cortar el incómodo silencio y el no dejaba de contestarme con sarcasmos e ironías cada vez que le hablaba.
Diez minutos más de camino, los diez minutos más largos de mi vida, pero, todo valía la pena para ver lo que tenía delante.
Habíamos llegado a la plaza y solo podía contemplar la réplica de la escultura David de Miguel Ángel. Unos escalones rodeaban la estatua verde oscura, la posición en la que estaba hacía un efecto que parecía que la escultura estuviera viendo el atardecer.
Saque mi pequeña cámara del bolso y me situé en cada esquina, intentado agarrar la esencia de cada ángulo. Cada vez que algo me llamaba la atención intentaba convertirlo en arte para mi.
Me giré para ver otras perspectivas de fotos y me encontré a Thiago sentado en unos escalones de espalda al atardecer jugando con una pequeña flor entre sus dedos. Lo apunte con la cámara y le saqué una foto donde su pelo contrastaba con el color rosa del cielo y su ropa negra parecía ser una silueta sentada en medio del todo.
Mis ojos no podían parar de descifrar cada parte de la foto que acababa de sacar. Me gustó más de lo que creía.
—¿Me acabas de sacar una foto?—levante mi cabeza de la cámara y me lo encontré frente a mi con esa postura de superioridad que pone.
—¿Te molesta?— le devolví una pregunta.
Di que no, di que no, di que no.
Se acerco a más mi a paso lento, llegaba a parecer hasta amenazante. Cuando llegó a mi lado me quitó la cámara de las manos y empezó a pasar las fotos, a cada una le ponía una mueca distinta con la cara.
—Tienes talento— chasqueó la lengua y volvió a hablar :—, solo que me cogiste el lado malo.
Uff, que alivio.
Creía que iba a soltar un mal comentario, o iba a borrar la foto que le había hecho, menos mal que se le bajaron los humos, incluso pareció gustarle la foto.
Solté una pequeña risa entre dientes y le arrebaté mi cámara con cuidado de sus grandes y... por lo que toque, muy frías manos.
—¿Te ha gustado la plaza?— me dijo cuando volvíamos andando hacia el coche.
La tarde ya caía sobre nosotros, y todavía teníamos que ir a visitar la universidad donde tenía que ir mañana ¿Estaba nerviosa? Como un bebé en la consulta de un médico.
—¡La plaza es preciosa!—dije con entusiasmo mientras gesticulaba con las manos —no se como podéis pasar por delante casi todos los días y no os paráis contemplarla por horas.
Se encogió de hombros y me miró con sus ojos mieles iluminados por el sol.
—A veces nos acostumbramos tanto a algo que dejamos de ver lo hermoso que puede llegar a ser— respondió secamente
Estoy agotada.
Después de ver la plaza, Thiago me llevó a ver el campus de la universidad donde me iba a incorporar para finalizar el curso.
El lugar era muy grande, albergaba muchos edificios –cada uno era de una carrera-, los jardines que tenia estaban atestados de estudiantes que residían allí, y el ambiente desprendía buenas vibras como las universidades de película americana.
Después de cenar estaba recostada en mi cama leyendo uno de los libros que me había traído de Manchester: la fragilidad de un corazón bajo la lluvia.
Era precioso leer como la magia de los libros unían personas, vidas y amores, pero a la vez, era desgarrador saber que eso no pasa en la vida real y nos tenemos que quedar con la imaginación para vivirlo.
Después de unas cuantas páginas me dormí leyendo sobre como la vida literaria le daba una segunda oportunidad a Darcy y Declan.
Un porrazo.
Dos porrazos.
¿Un grito?.
Abrí los ojos rápidamente al oír por detrás de la puerta de mi habitación los gritos de mi madre diciendo que llegaría tarde el primer día.
Mire la hora y... efectivamente, me había quedado dormida.
Me levante corriendo de la cama dirección al baño. En tiempo récord me lavé los dientes, me cepillé el pelo y me vestí lo más decente que pude.
—Buenos días— dije entrando en el comedor de los trabajadores.
—Buenos días, Gianna— me dijo el hombre que nos recibió el primer día— agarra algo para comer y ve a la universidad.— miro su reloj y a mi a la vez— se te pegaron las sábanas por lo que veo, señorita.
Mis padres me contaron que cuando nací aquí en Italia, me trajeron a este hotel para que los empleados amigos de mis padres me vieran. Este hombre lleva trabajando aquí muchos años y me conoció cuando no podía ni sostenerme de pie.