Liz:
Volví al bosque al día siguiente. No porque esperara encontrarlo, o eso me repetía… sino porque ese claro se sentía distinto desde que Taylor estuvo ahí. Como si su presencia hubiera dejado una sombra suave, invisible, flotando en el aire.
Llevaba mi cuaderno, como siempre, pero no escribí una sola palabra. Solo me senté, escuché, esperé. El silencio del bosque es diferente cuando uno lo espera con ansias. Cada crujido suena como un paso. Cada soplo de viento parece un suspiro.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que lo viera de nuevo.
Taylor apareció como antes: sin aviso, sin ruido. Llevaba una chaqueta de mezclilla, un libro en la mano, y esa forma suya de caminar como si nada pudiera tocarlo.
—¿Tú otra vez? —dijo con una sonrisa ladeada.
—¿Me estás siguiendo?
—No. Solo paso por aquí… mucho.
Me reí. Un poco.
—¿Tú también traes un cuaderno invisible?
Él levantó su libro.
—No, pero puedo fingir que leo si eso me da puntos.
Se sentó frente a mí sin pedir permiso. Como si ya nos conociéramos. Como si este lugar fuera nuestro.
—¿Qué escribes? —preguntó.
Cerré el cuaderno instintivamente.
—Nada que valga la pena mostrar.
—Entonces probablemente es bueno.
Levanté una ceja.
—¿Siempre hablas así?
—¿Así cómo?
—Como si fueras parte de un libro.
Se encogió de hombros, sonriendo.
—Tal vez porque lo soy.
Nos quedamos en silencio. Pero no era incómodo. Era de esos silencios que parecen tener voz propia. Lo miré de reojo: su mandíbula, su forma de entrecerrar los ojos cuando pensaba, la forma en que sus dedos acariciaban el lomo del libro sin leerlo.
—¿Te pasa seguido eso? —le pregunté—. ¿Conocer a alguien y… sentir que ya lo conocías de antes?
Taylor me miró de una forma distinta esta vez. Más suave. Menos distante.
—No —dijo—. Pero contigo… sí.
No supe qué decir. Así que bajé la mirada, fingí atarme una bota y deseé que no notara que me temblaban un poco las manos.
Los días siguientes empezaron a parecerse entre sí.
Yo salía a caminar. Él “casualmente” aparecía. A veces hablábamos. A veces solo compartíamos el mismo espacio. Nunca le pregunté cómo sabía cuándo estaría allí, y él nunca me lo explicó.
Cada día, una capa nueva de mí se iba cayendo. Él parecía saber exactamente qué decir para hacerme dudar, para hacerme sentir vista… como nadie lo había hecho.
Y, sin embargo, había algo que no terminaba de cerrar. Como si él jugara a estar presente, pero a la vez, medía cada palabra con precisión quirúrgica.
Como si no me hablara solo a mí… sino a una versión de mí que necesitaba conocer por razones que aún no entendía.
Una tarde, antes de volver a casa, me tocó la mano al despedirse. No fue un accidente. Tampoco fue demasiado íntimo. Pero fue lo suficiente como para que ese roce me persiguiera toda la noche.
Y cuando papá me preguntó si había visto a alguien ese día, le mentí.
Sin pestañear.
Pov Taylor:
No debería temblarme el pulso al tocar esta puerta.
Pero me tiembla. Como siempre.
La casa de mi padre nunca fue un hogar. Era demasiado perfecta, demasiado simétrica… demasiado silenciosa. Cada cosa estaba en su lugar, y cada persona que entraba salía más recta, más obediente, más rota. Él lo llamaba “disciplina”. Yo aprendí a llamarlo miedo.
Empujé la puerta del estudio. No hizo falta que lo anunciara. Él ya sabía que estaba ahí.
La luz dorada bañaba su silueta desde el ventanal. Estaba de espaldas, como de costumbre, con una copa de whisky en la mano y esa pose de emperador cansado que había adoptado desde que lo sacaron del trono.
—Llegas tarde —dijo sin moverse.
—Tu mensaje no era urgente.
Supe que esa respuesta no le gustaría, pero no me importó demasiado. No esta vez.
—¿Cómo va todo con la niña?
“La niña.” Así la llama. Como si no tuviera nombre. Como si no fuera real.
—Liz confía en mí. Hemos hablado. Mucho. Me cuenta cosas. Está completamente abierta.
Alexander se giró por fin. Su mirada era la de siempre: afilada, pulida por los años, vacía de cualquier emoción humana reconocible.
—Entonces estás listo para el siguiente paso.
Sentí algo crujir dentro de mí.
—No todavía.
El silencio se hizo denso, cargado de algo más peligroso que gritos. Él frunció el ceño. Apenas. Pero lo suficiente para que supiera que había tocado un punto que no debía.
—¿No? —repitió con calma—. ¿Y por qué no?
—Porque... ella no es lo que esperabas. No es una niña ingenua ni una extensión de Noah. Es... distinta.
Él dejó la copa sobre el escritorio con demasiada suavidad. Ese tipo de suavidad que solo anticipa un golpe.
—¿Estás desarrollando sentimientos por ella?
No respondí.
No hizo falta.
—Dímelo, Taylor. ¿Estás olvidando quién eres?
—¿Y si no sé quién soy? —solté. Me escuché más firme de lo que esperaba—. ¿Y si todo esto... no me interesa como a ti?
Se acercó despacio, midiendo cada paso. Lo había visto hacer eso muchas veces antes de quebrar a alguien. No con violencia física. No era su estilo. Él usaba palabras como cuchillas.
—Te interesa —dijo al fin, con una voz que helaba—. Porque te crie para que te interesara. Porque tú me dijiste que querías vengar lo que él nos hizo.
—Sí. A ti —espeté—. A ti te lo hizo. Yo... yo solo heredé tu rencor.
Sus ojos brillaron con una furia contenida. Pero no explotó. No aún.
—Eres mi hijo.
—Soy algo más que eso. O al menos... quiero serlo.
—¿Más que mi hijo? —sonrió, con esa media mueca sin alma—. ¿Y qué serías sin mí, Taylor? ¿Un don nadie? ¿Un chico confundido enamorado de una niña bonita con un apellido manchado?
Me tragué el nudo que me estaba subiendo por la garganta.
—Prefiero ser eso... antes que tu arma.
Editado: 16.12.2025