Era el día más frío de mi vida, eso ya era mucho decir, teniendo en cuenta que nací en Oymyakon, el pueblo más helado del planeta. Me había despertado con una sensación extraña, como si el cuerpo me quisiera decir que algo iba a pasar. No tenía pruebas, pero tampoco dudas. Cuando me miré al espejo, la cara que me devolvió la mirada no era la misma de siempre. Soy Azul, y aunque no lo sabía todavía, ese fue el comienzo del fin de la persona que había sido hasta entonces. Mientras desayunaba un café caliente, escuché una noticia que me paralizó. No sabía cómo procesar lo que acababa de oír. Todo se remontaba a lo que sucedió hace dos semanas: una pareja —Sam y Rutt— salió a caminar una tarde, como un día cualquiera. Ese día tuvo un clima cálido muy fuera de lo común. La gente del pueblo las vio caminando por la parte céntrica. Se las veía bien juntas. Pero al caer la tarde, desaparecieron. No se sabía qué había ocurrido. ¿Se habían escapado juntas? ¿Alguien les había hecho algo? La segunda opción parecía la menos probable: éramos pocos, y nos conocíamos entre todos. Hoy avisaron que una de ellas, Rutt, fue encontrada del otro lado del río Indigirka, hacia el norte del pueblo. Tenía signos de hipotermia, pero estaba viva, y eso era lo importante. La pregunta que todos teníamos era:«¿Dónde está Sam?» Rutt no había dicho nada. Se la veía aterrorizada.
¿Cómo habían llegado hasta allí? El río aún no se había congelado como todos los inviernos. Eso lo hacía todo aún más extraño, porque no había forma de cruzarlo caminando. Me quedé mirando la ventana empañada mientras el café se enfriaba en mi taza. Allá afuera, la nieve caía con una suavidad que me daba rabia. Todo parecía demasiado normal para un día en el que alguien no volvió. No conocía tanto a Sam. A Rutt sí. Habíamos compartido alguna que otra charla en la biblioteca. Era callada, pero con una tristeza que no sabía esconder. Me dolía no saber por qué su desaparición me afectaba así. Sentía como si algo se me hubiera quebrado a mí también. Salí de casa para dirigirme hacia el trabajo, el lugar estaba paralizado, los perros no ladraban y el viento había cesado, ya no nevaba, era extraño estar caminando en esa situación, no había nadie en la calle. Llegue al trabajo, abrí el almacén como siempre, y me senté esperando a que suene la campanita avisándome que alguien había entrado. Miraba por la ventana, con el río allá a lo lejos, como si su agua supiera algo que yo no. Intentaba entender lo que había pasado, obviamente no iba a lograrlo.De pronto:
«Tin-Tin»
—Hola, ¿qué tal? —dijo alguien.—Hola, bienvenido. Muy bien, ¿y tú? ¿Qué llevarás hoy?—Bien. ¿Escuchaste las noticias? Esa chica apareció, pero su amiga no. Seguro andaban en algo raro. Solo llevaré unos cigarrillos.—Sí, algo he visto... —respondí, mientras buscaba el paquete más barato.—Son 135.
«Tin-Tin»
Y se fue. Sin decir "gracias". Sin saludar. Como siempre.—Qué educado... —murmuré con sarcasmo.
Ese tipo siempre me cayó mal. Ni siquiera tuvo el decoro de nombrarlas como pareja. Y ni sabe lo que pasó, para andar hablando así. Gente como él es la razón por la que muchas cosas se quedan en la sombra, por la que muchas desaparecen. El resto del día pasó en silencio, nadie más entró. fuera oscurecía temprano, como siempre. El frío se colaba por las paredes. la calefacción estaba prendida, pero no funcionaba. O tal vez era yo, que no lograba entrar en calor. Paso el tiempo, muy lento, parecía que eso también se había congelado, se hizo la hora de cerrar apagué las luces y cerré con llave, escuchando el chirrido de siempre en la cerradura. Me quedé un momento en la puerta, sin saber exactamente a dónde ir. Podría haber vuelto a casa, ponerme un abrigo más grueso, cerrar las cortinas y fingir que nada estaba pasando. Pero no lo hice. En cambio, empecé a caminar hacia el río. No tenía un motivo claro. No era como si pensara que iba a encontrar algo. Simplemente lo sentí. Como si una voz suave me guiara desde algún lugar del cuerpo, o tal vez desde afuera. Era una sensación sorda, magnética, difícil de explicar. Mis pasos crujían sobre la nieve dura, y el cielo ya estaba cubierto por ese azul oscuro que no deja ver dónde empieza realmente la noche. Las casas del pueblo, alineadas a lo lejos, parecían vacías, como si hubieran sido abandonadas de golpe. No se escuchaba nada, salvo mi propia respiración. De pronto, el viento volvió. No suave, sino con fuerza, como si recién ahí se hubiera despertado. Sentí un escalofrío que me recorrió la espalda, pero seguí caminando. Al llegar a la orilla del río, me detuve. El agua no estaba completamente congelada, lo cual era extraño para esta época del año. Entonces lo vi. Una marca en la nieve. Una sola huella, pequeña, apenas hundida en la superficie. No parecía de una bota. Era otra cosa. Una forma distinta. Y estaba justo ahí, al borde del agua, como esperando que alguien la notara. Me senté cerca, con las piernas cruzadas, sin importarme el frío. Estuve un rato largo mirando el río, intentando entender qué había pasado con Sam. Mis pensamientos flotaban sobre la superficie como hojas sueltas, sin llegar a ningún lado. Miré hacia los árboles del otro lado. No había absolutamente nada. Ni movimiento. Ni señales. Solo mis pensamientos reflejados ahí, como si el paisaje me devolviera una versión más callada de mí misma. Volví a casa caminando despacio, con el abrigo cerrado hasta el cuello, pero igual sentía el frío colarse por dentro. Mientras caminaba, recordé una charla que había tenido con Rutt, una de esas pocas veces que se soltaba un poco en la biblioteca. Me dijo que Sam era muy reservada, que a veces parecía presente, pero en realidad estaba muy lejos, metida en sus pensamientos. Que le costaba confiar, y que había cosas que nunca decía en voz alta, ni siquiera cuando estaban solas, abrazadas en silencio. Rutt dijo que eso le dolía, pero que al mismo tiempo entendía esa forma de estar en el mundo, porque ella también se sentía así a veces. Me lo dijo casi como una confesión, como si buscara una especie de complicidad conmigo. Y yo se la di. Al recordar eso, sentí un nudo en el pecho. Era raro cómo esas pequeñas charlas quedaban flotando en el cuerpo, sin que una lo note del todo. Y ahora ahí estaba, sintiéndome más cerca de Rutt que nunca, justo cuando más lejos estaba.