Mis ojos son dos faroles encendidos. Veía cómo estaba amaneciendo por la ventana. Mi cabeza no dejaba de hacer preguntas: «¿Qué es lo que pasará hoy? ¿Está bien lo que estamos haciendo? ¿No es peligroso que vayamos del otro lado del río?» No tenía respuestas para esas preguntas, solo más y más preguntas surgían sin respuestas.
Me levanté de la cama al darme cuenta de que no iba a poder dormir. Hacía mucho frío, así que me abrigué y me preparé un café. Mientras estaba parada frente a la ventana, miré a lo lejos cómo el sol comenzaba a mostrar su brillo. Aurora no tarda en llegar, y yo no puedo estar más asustada.
Me preparé, me vestí con mi mejor ropa de invierno y empecé a guardar cosas en mi mochila: «Otra campera, barras de cereal, encendedor, una soga, agua...» Me estaba preparando para cualquier situación, para saber qué hacer o cómo ayudarnos. También empaqué una toalla (por si llegábamos a mojarnos, para no enfermarnos) y, como nunca en mi vida, una caja de cigarrillos.
Miré nuevamente por la ventana y, a lo lejos, como si de una sombra se tratara, vi cómo se acercaba Aurora. Venía muy abrigada también, pero desde esta distancia se le podía ver la sonrisa. Abrí la puerta cuando vi que estaba lo suficientemente cerca y le dije:
—Hola... buen día.
Estaba cubierta de nieve, y agregué:
—Quítate la campera, te haré algo caliente para tomar. ¿Te parece un café?
Ella no dijo nada hasta que se terminó de sacar la campera, y me respondió:
—Está bien, pero algo rápido... ya quiero que salgamos.
Mientras esperaba su café, miraba por la ventana. El sol, de a poco, salía más y más. Le dije:
—Aquí tienes. Está haciendo mucho frío afuera, ¿verdad? ¿Te parece si esperamos a que termine de salir el sol para salir?
La miré, viendo cómo una pequeña sonrisa se asomaba, como si lo que me iba a decir no era lo que yo quería escuchar. Entonces dijo:
—Gracias por el café. Parece que hace más frío del que realmente hace... solo está nevando un poco. Enseguida me termino el café y salimos. Todo va a estar bien, no te preocupes.
Bueno, era un hecho, cuando termine su café, saldremos. Mientras tanto, estaba terminando de ordenar unas cosas. Mi jefe nunca me contestó el mensaje que le mandé anoche. No lo iba a llamar ahora, era muy temprano. Esperaría a que se hiciera más tarde para hacerlo.
Aurora se volteó hacia mí y, con una sonrisa, dijo:
—¿Ya estás lista?
Me puse la campera y agarré la mochila.
—Ya estoy preparada —dije, aunque por dentro estaba asustada por lo que podía llegar a pasar.
Salimos hacia el río. Estaba nevando, pero no hacía frío. Era verdad lo que me había dicho: solo lo aparentaba.
La calle estaba como el resto de los días, pero ahora era entendible. Recién estaba amaneciendo y nunca hay nadie a estas horas. No se veía ningún movimiento. Veía a Aurora a mi lado, caminando con una sonrisa, como si fuera una niña en una aventura.
No sé si yo pensaba demasiado todo, y por eso me asustaba, o si ella estaba tan segura de que no iba a pasar nada que no le preocupaba. No hablamos hasta que llegamos al pequeño camino que nos llevaba al río. Ya estábamos muy cerca. A lo lejos se veía, extrañamente calmo.
—¿Qué es eso? —exclamé, sorprendida—. ¿Qué hace eso aquí?
—¿Acaso... es un cuaderno? —dijo Aurora, con un tono de asombro, pero no ese asombro de haber encontrado algo extraño, sino todo lo contrario.
Lo recogió y le pedí que lo abriera para ver qué contenía. Ella respondió:
—Ya estamos cerca del río, no creo que sea relevante ahora. Crucemos, y cuando estemos tranquilas lo vemos, ¿te parece?
Me lo dijo tan calmada, y con tanta convicción... Ella tenía razón. Ya estábamos cerca. No creo que un pequeño cuaderno rojo pueda alterar algo de lo que vayamos a hacer. Tal vez solo se le cayó a alguien que pasó por aquí.
Y cuando pestañeé, ya estábamos al borde del río. Miraba hacia el otro lado, y solo veía los árboles, tranquilos, como si nos estuvieran llamando.
No hablábamos. Aurora a mi lado respiraba tranquila, con las manos en los bolsillos y la bufanda cubriéndole la mitad de la cara. Yo, en cambio, no podía dejar de sentir esa presión en el pecho. No era miedo... era algo más profundo, como si una parte de mí supiera que al cruzar, algo iba a cambiar.
El río estaba casi congelado, pero no del todo, el agua se movía lentamente entre placas de hielo que crujían de vez en cuando.
Aurora me pidió la mochila, sacó la soga que había traído “por si acaso” y me dijo.
—Vamos a atarla a ese tronco, por si necesitamos afirmarnos para volver.
Asentí. No tenía voz.
Ella fue la primera en pisar. El crujido del hielo bajo sus botas me heló más que el aire.
Dio un paso, luego otro, y se volteó hacia mí con una sonrisa pequeña.
—Está firme. Ven despacio.
Yo la seguí. Cada paso era un pensamiento. «¿Qué estoy haciendo? ¿Y si no volvemos? ¿Y si al otro lado… no somos las mismas?»
Lo que estaba haciendo era una locura.
Aurora me tomó la mano sin decir nada, y seguimos.
—No creo poder hacerlo —le dije con terror, escuchando el eco de las placas de hielo quebrándose.
—Puedes hacerlo, confía en mí —dijo sin dejar de mirarme, generando en mí la confianza que me faltaba.
De la desesperación que sentía, empecé a correr. Algo dentro mío me gritaba que esa no era la mejor opción, y Aurora exclamó.
—No corras!... No corras!
Cuando se dio cuenta de que no la escuchaba, terminó de cruzar sola y empezó a hacerme señas para que fuera más rápido.
Ella veía que, detrás mío, todo el hielo se estaba quebrando. Ya se veía el agua corriendo (por alguna extraña razón) aún más rápido.
Y así, la mitad del cruce se volvió la más difícil. El hielo era más fino, y el agua asomaba por las grietas que generaban mis pasos desesperados.
Ya estaba muy cerca, ya sentía que podía alcanzar la mano de Aurora, cuando de pronto se comenzó a desprender todo el hielo.
—¡SALTAAAAA! —gritó desesperada.
Y sin pensarlo dos veces… salté hacia el otro lado.
Ya no escuchaba el mundo. Ni el viento, ni los pájaros. Solo el crujir del hielo (que ya no existía en el río), nuestras respiraciones, y el corazón golpeándome adentro del pecho.
Llegué al otro lado, no nos dijimos nada. Solo nos quedamos recostadas en la nieve unos segundos, mirando los árboles.
Y entonces lo sentí el silencio, pero no era un silencio cualquiera. Era un silencio vivo, como si el bosque respirara con nosotras.
Sin decirnos una palabra miramos hacia el río, el agua corría, helada y agitada. «¿Cómo vamos a volver?» Pensé, el plan era solo cruzar por el día. La soga que traía amarrada desde el otro lado, la amarré a un árbol, no sabía cuanto iba a durar, sería muy arriesgado usarla para ir hacia el otro lado, el río estaba corriendo muy fuerte.
Giramos la vista hacia el bosque, ahí vimos lo inmenso que era de este lado, nunla le había prestado tanta atención, a lo lejos, entre los árboles, vimos algo que nos dejó sin aliento.
El pasto verde, sin nieve, como si del otro lado del río no solo cambiara el paisaje…
añadí, ya resignada a lo que podía llegar a pasar —Bueno, creo que es hora de empezar.— No sabia que nos iba a deparar el destino, pero no creía que podía ser peor que la experiencia de cruzar el río.