El golpe seco en la puerta volvió a sonar, más fuerte esta vez. Me quedé inmóvil, con la respiración atrapada en la garganta. Aurora me miró con el ceño fruncido y negó con la cabeza.
—No —murmuró, su voz era apenas un susurro.
Los golpes continuaron, cada uno retumbando en mis huesos. Cerré los ojos un momento, como si eso pudiera detener el sonido, pero era imposible.
—¿Es Sam? —pregunté, aunque en el fondo temía la respuesta.
Aurora asintió, pero no parecía aliviada.
De pronto, los golpes pararon, y un silencio espeso se coló por cada rincón de la casa. Mi corazón seguía golpeando con fuerza, como si quisiera salir de mi pecho. Aurora y yo nos miramos, las dos intentando leernos el rostro.
—No podemos abrir —dijo ella, casi sin voz.
Asentí, aunque la curiosidad me quemaba. Quería ver si era realmente Sam, pero no podía moverme.
Aurora fue la primera en acercarse a la ventana, levantando apenas la cortina con dedos temblorosos. Yo estaba justo detrás, conteniendo el aliento. Cuando sus ojos se abrieron más de lo normal, supe que algo no estaba bien.
—¿Qué ves? —pregunté.
Ella no respondió enseguida. Entonces me acerqué un poco más, y miré por encima de su hombro.
Ahí estaba Sam. De pie frente a la puerta. Vestía el mismo abrigo oscuro con el que desapareció, pero había algo en su postura que no encajaba. Sus hombros caídos, sus brazos colgando a los lados…
Pero lo que más me hizo temblar fueron sus ojos. Estaban vacíos, sin brillo, como los de la gente que habíamos visto antes.
—No es ella —susurré, y mi voz se quebró.
Aurora me miró y asintió, tragando saliva.
—Es ella… pero no está aquí de verdad —dijo con un hilo de voz.
Me aparté de la ventana, con el frío recorriéndome la espalda.
—¿Por qué está… así? —pregunté, sin poder entenderlo.
—No lo sé —dijo Aurora—. Todo se ve igual, pero no es igual.
Me senté en el suelo, con las piernas temblando. Miré alrededor de la habitación, cada mueble, cada cuadro, todo parecía exactamente como lo recordaba, pero también como si fuera solo una imitación.
—Siento que todo está vacío —murmuré, y Aurora asintió.
—Sí… como si este lugar estuviera… dormido —dijo, con la voz cargada de un miedo que yo también sentía.
Por un momento, nos quedamos en silencio, escuchando nuestros propios latidos. El aire se sentía cada vez más denso, como si el mundo entero estuviera conteniendo la respiración con nosotras.
—¿Crees que ella nos ve? —pregunté, señalando la ventana.
Aurora negó con la cabeza.
—Creo que no… pero no quiero averiguarlo —dijo con firmeza.
Miré de nuevo a la ventana, solo un instante. Sam seguía ahí, inmóvil, con esos ojos vacíos mirando a ninguna parte. El corazón me dolía en el pecho, pero no era solo miedo. Era como si algo en mí supiera que no íbamos a poder volver atrás.
Aurora se sentó a mi lado y tomó mi mano. Su contacto era cálido, real, y me aferré a ella como si fuera lo único que me mantenía despierta en ese mundo sin alma.
—Tenemos que encontrar la forma de volver —dije en voz baja—. Antes de que este lugar también nos cambie.
Aurora asintió, aunque con una expresion extraña, como si supiera algo que yo no. tenía claro que no podíamos quedarnos ahí, algo en mi me decía que no era seguro.
—Nos deberíamos mover—murmuré—. No podemos dejar que esto nos atrape.
Entonces, otro golpe en la puerta nos sacudió, más suave esta vez, pero igual de escalofriante.
Aurora me tomó de la mano.
—Sí —dijo, con la voz más firme—. Hay un lugar donde podemos estar a salvo, al menos por ahora.
La miré, con el corazón latiendo desbocado.
—¿A dónde? —pregunté.
—A la biblioteca vieja —dijo—. Allí… allí no nos alcanzan tan fácilmente.
No pregunté por qué. Solo asentí.
—Vamos —dije, aunque la palabra me temblaba en los labios.
Aurora me miró a los ojos.
—No mires atrás, Azul —murmuró, antes de abrir la puerta trasera.
Salimos a la calle por la parte de atrás de la casa, sin hacer ruido. A nuestras espaldas, la figura de Sam seguía quieta frente a la puerta principal, inmóvil como una estatua. Sentí un escalofrío al pensar en esos ojos vacíos, pero no me atreví a mirarlo de nuevo.
Caminamos rápido, manteniéndonos cerca de las sombras de los edificios. El aire se sentía irreal, como si el pueblo entero estuviera envuelto en un sueño del que no podíamos despertar. Las casas eran las mismas, pero los detalles —los carteles, las flores marchitas, las luces— parecían… apagados.
Aurora no hablaba, pero yo sentía que en cualquier momento me contaría algo que cambiaría todo.
—¿Por qué la biblioteca? —pregunté al fin, con la voz baja.
Ella solo negó con la cabeza.
—No ahora —dijo—. Solo confía en mí.
Me aferré a su mano mientras seguíamos avanzando. Cada paso nos alejaba de la casa y nos acercaba a ese lugar que Aurora creía seguro. Y aunque no entendía nada, estaba segura de que teníamos que llegar allí antes de que Sam —o quien fuera esa figura con su rostro— decidiera seguirnos.
Llegamos a la biblioteca justo cuando la luz empezaba a desvanecerse, como si el cielo se hubiera rendido a la oscuridad demasiado pronto. Desde afuera, el edificio parecía igual que siempre: las paredes de ladrillo viejo, las ventanas altas y polvorientas, y un aire de abandono que me hizo estremecer.
Aurora empujó la puerta con cuidado. El chirrido me heló la espalda, pero no dijimos nada.
—Aquí —dijo ella, apenas un susurro.
Entramos rápido, cerrando la puerta tras nosotras con un golpe suave. Dentro, olía a madera antigua y a polvo, pero también había algo… reconfortante. Como si las paredes mismas nos protegieran.
La biblioteca estaba vacía, o eso parecía. Las estanterías se alzaban como columnas de un bosque oscuro, llenas de libros que parecían mirarnos desde sus lomos agrietados. Aurora caminó con decisión, como si supiera exactamente dónde ir. Yo la seguí, intentando no tropezar con las sombras.
—¿Por qué aquí? —pregunté en voz baja, la pregunta quemándome la garganta.
—Porque aquí no pueden entrar —dijo ella, sin mirarme.
—¿Quiénes? —quise insistir, pero Aurora me silenció con un gesto.
Me llevó hasta el fondo, a una mesa larga donde alguien había dejado un candelabro con velas medio consumidas. Aurora sacó un fósforo de su bolsillo y encendió una de ellas. La luz vacilante dibujó su rostro en líneas doradas y sombras temblorosas.
—Aurora… —murmuré, la voz apenas un susurro—. ¿Por qué no me dijiste que sabías tanto sobre esto?
Ella se detuvo, y por un momento creí que no iba a contestar. Sus dedos acariciaron el lomo de un libro polvoriento antes de girarse hacia mí.
—No era el momento —dijo. Su voz sonaba firme, pero sus ojos no lo eran.
La miré, intentando entender. Y entonces lo vi, el cuaderno rojo. Lo sacó de su abrigo, despacio, como si cada movimiento pesara toneladas. Lo sostuvo entre sus manos, sin abrirlo todavía, y yo sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—Ese es el mismo cuaderno que viste en la visión, ¿verdad? —preguntó, con la voz temblorosa.
—Sí, eso creo—Dije, con mas dudas.
—Aquí está todo lo que sé sobre este lugar.—respondió, con miedo a lo que le fuera a contestar.
Mis piernas se tensaron.
—¿Y por qué no querías abrirlo antes? —insistí—. ¿Por qué no me lo mostraste cuando estábamos en el bosque?
Ella suspiró, como si el aire le doliera.
—Porque… —empezó a decir, pero se detuvo—. Porque no quería asustarte más.
—¿Qué hay ahí que me asuste tanto? —dije, con un hilo de voz.
Aurora tragó saliva y finalmente abrió el cuaderno. Las páginas estaban llenas de palabras pequeñas, dibujos de símbolos y mapas que no entendía. Las velas hacían que las sombras bailaran sobre el papel, y cada línea escrita parecía un secreto demasiado grande para sostenerlo.
—¿Esto lo escribiste tú? —pregunté, la voz apenas un susurro.
Aurora asintió.
—Hace años —dijo—. Antes de que tú supieras lo que pasaba aquí.
—¿Qué tanto sabías, Aurora? —pregunté, y sentí que la pregunta me dolía en la garganta—. ¿Qué tanto me ocultaste?
Ella me miró con los ojos llenos de algo que no podía descifrar: culpa, miedo, determinación.
—No todo lo que está aquí es seguro —dijo con firmeza—. Ni siquiera para mí.
El silencio cayó sobre nosotras como un velo pesado. Yo miraba esas páginas llenas de tinta, y de pronto entendí que Aurora no solo sabía lo que estaba pasando. Ella había venido preparada para esto.
—¿Me estás diciendo que sabías que algo así iba a pasar? —pregunté, con el corazón latiendo tan rápido que me costaba respirar.
—Sabía que había un riesgo —dijo Aurora, bajando la mirada—. Y sabía que no sería fácil salir de aquí.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —repetí, la voz casi rota.
—Porque quería protegerte —respondió ella—. Y porque tenía miedo.
Me quedé sin palabras. El cuaderno seguía abierto, y cada palabra escrita ahí me hacía sentir más lejos de Aurora. Más lejos de todo lo que creía conocer.
—Aurora… —dije, y su nombre se sintió diferente en mi boca—. Necesito que me digas la verdad. Toda la verdad.
Ella respiró hondo, pero no contestó. Cerró el cuaderno con un golpe seco, y en ese sonido supe que todavía no estaba lista para contarme todo.
Y ahí, en esa biblioteca que olía a polvo y secretos, entendí que no podía seguir confiando en lo que creía saber.
Y que la única salida era enfrentar lo que Aurora me estaba escondiendo. Nos quedamos en silencio, las dos rodeadas de aquel aire cargado de historias que no eran nuestras. Afuera, la noche parecía contener el aliento, como si esperara nuestro próximo paso.
Aurora no volvió a mirarme, y yo supe que, aunque no dijera nada más, ya no había vuelta atrás.
Cerré los ojos un instante y sentí el peso de esa verdad no dicha. Cuando los abrí, juré para mí misma que, aunque tuviera que caminar sola en este lugar, iba a encontrar las respuestas.
Incluso si eso significaba enfrentar lo que Aurora temía revelar.
Editado: 02.08.2025