La biblioteca estaba en silencio, pero no era un silencio de alivio: era una pausa cargada, como si las sombras escucharan cada respiración nuestra. Aurora no había vuelto a mirarme desde que cerró el cuaderno, y el eco de ese golpe seco seguía repitiéndose en mi cabeza.
Me acerqué a la mesa y pasé los dedos por las velas encendidas, buscando el calor que me devolviera un poco de vida. Afuera, el viento sacudía las ventanas, y por un instante creí oír el mismo golpe de antes, pero más lejano, como un recuerdo que no quería soltarme.
—¿Aurora? —dije, con la voz más firme de lo que sentía—. No podemos quedarnos aquí esperando.
Ella no contestó enseguida. Sus ojos estaban fijos en algún punto que yo no podía ver.
—Tienes razón —dijo al fin, aunque su voz sonaba vacía—. Ven.
Se puso de pie y me extendió la mano para que la acompañara.
—¿A dónde vamos? —pregunté.
—Ya lo entenderás —murmuró Aurora—. Solo necesito que confíes en mí. Creo que aquí es.
Pasó la mano por la madera de una de las estanterías. Sus dedos parecían conocer cada astilla. Entonces, empujó con cuidado, y la estantería cedió apenas un centímetro, revelando un hueco oscuro detrás. El aire que salió de allí olía a encierro, como si hubiesen pasado años desde la última vez que alguien intentó entrar.
Aurora me miró y asintió.
—Aquí estaremos más seguras… al menos por un tiempo —dijo.
No pregunté cómo sabía de ese lugar. No tenía fuerzas para cuestionarla, no después de todo lo que había visto.
Entramos despacio, cerrando la estantería tras de nosotras. Dentro, el cuarto estaba oscuro, salvo por la luz débil de las velas. Era pequeño, apenas un cubículo con paredes de piedra, y aunque estaba cubierto de polvo, tenía lo necesario para que pasáramos la noche.
Me apoyé contra la pared, intentando controlar mi respiración. El silencio aquí era aún más profundo, como si nos envolviera por completo.
Aurora se quedó de pie en el centro del cuarto, mirando alrededor con una mezcla de nostalgia y algo más oscuro.
—¿Conoces este lugar? —pregunté en voz baja.
Ella cerró los ojos un segundo antes de responder.
—Solía venir aquí —dijo—. Era mi refugio.
La miré, sintiendo un hueco en el pecho, ese hueco que te provoca la incertidumbre.
—Creo que es hora de explicar —dijo, con agotamiento. Después de todo lo que habíamos pasado, era entendible que no tuviera muchas ganas de hablar. Por un momento, sentí que esa Aurora que yo conocía había desaparecido.
Aurora se sentó en el suelo, el cuaderno rojo entre sus manos. Lo sostuvo como si fuera algo frágil y al mismo tiempo peligroso. Yo me acomodé a su lado, el corazón latiéndome tan rápido que casi me dolía.
—Ahora que estamos aquí, puedo abrirlo —dijo ella, con un susurro apenas audible.
Asentí, aunque no sabía bien qué significaba eso. Lo único que sabía era que ese cuaderno era diferente: no solo por lo que contenía, sino por lo que había provocado en Aurora.
Con delicadeza, pasó la mano por la tapa, como si la acariciara, y lo abrió despacio. Las páginas parecían temblar en la penumbra, y el aire se llenó de algo que no sabría nombrar, pero que me hizo estremecer.
—¿Estás lista? —pregunté, aunque no estaba segura si hablaba con ella o conmigo misma.
Aurora no contestó de inmediato. Sus ojos estaban clavados en las primeras líneas, y cuando empezó a leer, su voz era tan baja que casi tenía que inclinarme para escucharla.
—“El lugar donde nacen los susurros no tiene forma ni nombre. Allí todo es promesa y sombra, un suspiro que no acaba nunca…” —leyó.
Me quedé quieta, atrapada por esas palabras que parecían latir con vida propia. Aurora pasaba las páginas con cuidado, como si cada frase fuera un fragmento de algo que temía recordar.
—Es como si… —murmuró— como si el cuaderno hablara conmigo. Como si las cosas que escribí aquí no fueran del todo mías.
—¿Lo escribiste tú? —pregunté, aunque ya lo sabía.
Ella asintió con lentitud.
—Sí… pero no todo. Algunas de estas palabras… no las recuerdo. Es como si hubiesen nacido por sí solas, como si alguien más las hubiera puesto aquí cuando yo no miraba.
La vela parpadeó, proyectando nuestras sombras en las paredes de piedra. El aire estaba cargado de preguntas que ninguna de las dos podía responder.
Aurora pasó la página, y su respiración se cortó por un instante. La luz de la vela reveló un dibujo hecho a mano: líneas oscuras y temblorosas que formaban un mapa. Me incliné para verlo mejor, y un escalofrío me recorrió la espalda.
Era un mapa de este lugar, aunque no lo reconocía del todo. Tenía pasillos, recovecos y marcas que no sabía descifrar. Pero lo más inquietante era el círculo oscuro en el centro de la página, como si alguien hubiera querido asegurarse de que no lo pasáramos por alto.
—¿Qué es esto? —pregunté, con un susurro tembloroso.
Aurora pasó la punta de sus dedos sobre el círculo, pero negó con la cabeza.
—No lo recuerdo —dijo en voz baja—. No recuerdo haber hecho este dibujo.
La miré y supe que estaba diciendo la verdad. Había algo en su voz, en su mirada, que me lo confirmaba: esto estaba más allá de lo que cualquiera de nosotras entendía.
—Parece importante —dije, señalando el círculo—. Pero no sabemos qué significa.
Aurora asintió, el ceño fruncido, su respiración agitada.
—Hay cosas que no entiendo del todo —murmuró—. Cosas que… sé que están ahí, aunque no siempre puedo recordarlas.
—¿Qué cosas? —pregunté.
Aurora se abrazó las rodillas, como si tuviera frío.
—Hace años… crucé el río. No buscaba nada en especial, solo… quería saber qué había más allá. Tenía curiosidad.
Su voz era baja, pero cada palabra parecía pesar más de lo que decía.
—¿Qué encontraste?
—Gente. Casas. Un almacén. Todo se sentía… distinto, pero no me pareció peligroso. Yo… solo quería hablar con ellos. Pero me ignoraban, como si no existiera.
Me quedé en silencio, procesando lo que me decía. Todo sonaba a un sueño mal contado, pero yo sabía que era real.
—¿Y después?
—Recorrí todo el lugar. Había algo en el aire, algo que me atraía. Pero cuando empezó a oscurecer, volví al río para regresar. Solo que… no pude.
—¿No pudiste volver?
Aurora negó con la cabeza.
—No. Cada vez que intentaba, aparecía en el mismo sitio. Todo ese tiempo… esos años que estuve “desaparecida”… estuve atrapada ahí. Intentando volver.
—¿Por qué querías volver de este lado?
Aurora me miró, sus ojos oscuros.
—No lo sé —dijo, con un hilo de voz—. No sé si era por mí o por otra cosa… pero sentía que no podía quedarme allá para siempre. Algo me llamaba de vuelta.
—¿Recuerdas cómo volviste?
—Fue el día de la luna de sangre. Ese día… algo se rompió. El silencio. Todo lo que estaba dormido… se despertó. Y pude cruzar otra vez.
—¿Y este lugar? —pregunté, señalando las paredes.
—Estaba huyendo de alguien… o de algo. No lo sé bien. Solo sé que llegué aquí intentando esconderme. Me metí detrás de una estantería y… aquí estaba este cuarto. Fue como si hubiera estado esperándome.
—¿Y ahora? —dije, con un suspiro—. ¿Por qué estás aquí de nuevo?
Aurora me miró, sus ojos cargados de cansancio, pero también con algo firme.
—No lo sé —dijo—. Pero creo que… por algo estoy aquí. Y por algo tú también lo estás.
Nos quedamos en silencio. No teníamos respuestas, pero por primera vez, supe que no estaba sola.
—Aurora —dije, intentando sonar más firme de lo que me sentía—, pase lo que pase, no vamos a rendirnos.
Ella asintió, aunque sus ojos seguían fijos en el cuaderno. Lo abrió una última vez y leyó en voz baja:
“La verdad se encuentra detrás del reflejo.”
Las palabras quedaron flotando entre nosotras, pero no sabíamos qué significaban. Solo sabíamos que era otra pista, otro misterio.
Aurora cerró el cuaderno con cuidado, y por un instante, el silencio pareció aún más profundo.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.
Ella levantó la vista y me miró, sin una respuesta clara.
—No lo sé —dijo al fin—. Pero lo vamos a descubrir.