CAPÍTULO V
La Verdad te hará libre
-No sé quién tú eres, ni qué haces aquí. Lo único que sé es que me resultas familiar. ¿Nos conocemos?
-No Señor, no recuerdo haberle visto antes, aunque por algún motivo usted también me resulta familiar
-Bueno, debe ser que aquí todos resultan familiar a todos; no sé. ¿Pero cuéntame qué haces aquí? Eres el único con tristeza en el rostro y no sé por qué.
-¡Sí! Debo hablar un momento con alguien… no estoy claro cómo llegué aquí ni a quién espero, pero debo hablarle…verá, no quiero seguir el camino sin tener ese encuentro.
-¿De cuál encuentro hablas? No te entiendo muchacho. No creo que nos debamos quedar aquí; mira a tu alrededor, todos se mueven, todos van o vienen hacia algún lugar.
-Gracias Señor pero no puedo moverme de aquí, la persona que espero ya debería haber llegado, sé que no tarda en llegar. Apenas le vea podré seguir avanzando.
Joseph finalmente se despidió y dejó al muchacho en espera de quién sabía qué, o quién. Creyó que debía estar recién fallecido y todavía estaba confundido. Eso de morir y llegar al cielo parece que después de todo no resulta tan fácil. De pronto recordó su enseñanza católica; la religión le enseñó que Cristo, después de morir, purificó su alma durante tres días antes de resucitar de entre los muertos. Esa parte en realidad nunca la entendió bien y siempre se cohibió de discutirlo con algún presbítero. Pero si “nuestro Señor Jesucristo” requirió tres días para preparar su resurrección, ¿cuánto haría falta a cualquier mortal para limpiar sus pecados? – Oh, hasta después de muerto me parece igualmente que Dios trabaja de formas misteriosas – se dijo en tono de broma hacia su nueva condición existencial.
Luego se reprochó internamente la burla que había hecho hacia sí mismo. Lo menos que quería, era que justamente en las puertas del reino, le negaran la entrada por irrespeto hacia la santidad de Dios, precisamente después de estar muerto.
Absorto en sus pensamientos, llegó a un lugar donde había una fila de personas; al igual que ocurriría en el mundo de los “vivos”, allí también habían algunos pasivos, medios dormidos, estaban los impacientes y los habladores. Los callados y los penosos; los curiosos que deseaban interrogar a los demás acerca de cómo habían muerto y cómo habían llegado hasta allí.
La impaciencia no debe existir en “este plano existencial” indicó un hombre anciano que les recibía. Eso le hizo preguntarse si aquel Señor de barba y cabello largos y descuidados, era nada más y nada menos que San Pedro. ¿Sería posible que hubiera llegado a las puertas del reino de los cielos? ¿Finalmente conocería a Cristo y a su creador? ¿Y dónde estaban Irene y Mary? ¿Acaso las encontraría dentro?
-Hola Señor – dijo Joseph entre titubeo y expectación; no sabía quién era aquel hombre ni cómo llamarle.
-A ver – respondió el Señor mientras consultaba en un enorme libro, sobre el cual deslizaba su dedo índice como quien busca algo en un enorme cuaderno de anotaciones – Ummm qué interesante, hacía algunos siglos que no encontraba un caso como este.
Joseph comenzó a sentir que sudaba, aunque la verdad ninguna gota de sudor corría por su frente, ni brotaba de sus axilas. Prestó atención a los tres casos previos al suyo y a ninguno de ellos ese hombre le había dicho nada parecido.
-Joseph ¿no es así? – preguntó el anciano.
-Así es Señor – respondió él con un gran miedo en su alma.
-Ven, acompáñame – le dijo con amabilidad, pero a la vez con un secretismo que si fuera algo posible, le hubiera hecho morir, esta vez de un infarto a Joseph – Al parecer tú no puedes pasar todavía, me temo que no reúnes las condiciones para entrar.
-¿Cómo? – dijo lleno de angustia y tras una muy corta pausa prosiguió – Señor Pedro, debe haber un error.
-JA JA JA – soltó una escandalosa risa aquel Señor – me has hecho reír mucho, mucho, pero mucho como hacía centurias que no hacía. Si te tocara pasar, sabrías que yo no soy Pedro… ya quisiera yo tener la bendición que él tiene – y de pronto volteo a mirar a los lados – pero no debo decirlo, no quiero que vayan a pensar que le envidio, que va – y soltó una nueva carcajada.
-¿Pero entonces qué debo hacer? Yo quiero encontrar a mi esposa y mi hija; quiero ir a reunirme con mi creador y su hijo, quiero ser parte de su reino y alabarle por la eternidad, le juro que eso es lo que quiero.
-Mira Joseph – dijo ya en un tono más serio y tomándole cariñosamente por el hombro – espérame unos minutos en ese salón que tú ves allá. No me tardo en unirme a ti, pero debo concluir algo primero.
El hombre confundido y atemorizado obedeció y entró al recinto señalado; era un salón enorme donde todo era blanco y no había ni un solo mueble. Pero a pesar de ello parecía no hacer falta, ya que la sensación de comodidad era grata. Joseph parecía no tener necesidad de sentarse, acostarse o descansar y aun así se sentía bien, descontando desde luego su angustia y temor.
Las paredes estaban adornadas por cuadros de una misma pintura, los cuales estaban intercalados con luces intensas. Las pinturas eran del mismo rostro de un hombre moreno, de cabello desaliñado, nariz ancha y barba descuidada. Estaba sonriendo y con ello permitía ver unos dientes amarillentos y poco cuidados. A pesar de no ser un rostro agraciado, su expresión era amable y confortante. Se veía tan amigable y noble que era imposible no sentir simpatía por él.