Donde Se Esconden Las Mariposas

SAMUEL

Un trabajo impecable, como siempre.

Samuel estaba sentado en un banco del Parque del Retiro, en Madrid, mientras la fría brisa de la medianoche le golpeaba el rostro.

El parque, que durante el día era un bullicio de vida, ahora parecía un lugar completamente distinto. Las sombras de los árboles se extendían por el suelo, y apenas unas pocas luces iluminaban los caminos vacíos. Samuel encendió un cigarrillo, intentando calmar su mente, que no dejaba de dar vueltas sobre lo mismo: Oriana.

La carpeta que descansaba a su lado en el banco parecía más pesada de lo que realmente era. Dentro de ella, tenía toda la información que había recopilado sobre Oriana en las últimas semanas.

Sabía exactamente dónde trabajaba, en qué piso vivía, incluso tenía fotos tomadas discretamente frente al colegio de Paulina. No había dejado ningún cabo suelto. Las interceptaciones telefónicas entre Oriana y su madre también formaban parte del expediente. Cada detalle, cada movimiento, todo estaba ahí, documentado con precisión. Podía entregárselo a Fran en cualquier momento. Un trabajo impecable, como siempre.

Pero algo lo inquietaba esa noche. Samuel sabía que entregar esa carpeta no sería el final de este asunto, sino el principio de algo mucho más oscuro.

Fran no era un hombre que simplemente aceptara las cosas y siguiera adelante. No, él era de los que apretaba hasta que todo a su alrededor se rompía. Y Oriana, junto a su hija, estaban en la línea de fuego.

Samuel había hecho muchos trabajos en su vida, y no se consideraba un tipo moralista. Siempre había sido un pragmático, alguien que veía las cosas en blanco y negro. Pero había algo en este caso que lo tenía inquieto. Quizás era la imagen de Paulina, una niña inocente que no tenía nada que ver con el monstruo que su padre era. O quizás era Oriana, quien había logrado escapar, algo que pocas personas conseguían hacer de alguien como Fran.

Apoyó los codos en las rodillas y se frotó el rostro con las manos. Sabía perfectamente lo que Fran haría si le entregaba toda la información. Fran no quería simplemente saber dónde estaba Oriana; quería castigarla por haberlo dejado. Y si volvía a meter a Oriana en su control, aquello no acabaría bien. Samuel lo había visto antes. Era como ver a alguien caer en cámara lenta: sabías que el golpe sería devastador, pero no podías hacer nada para detenerlo.

El cigarrillo se consumía entre sus dedos mientras su mente seguía librando esa batalla interna. Si entregaba la carpeta, su trabajo estaría hecho y su cuenta bancaria engordaría con una suma considerable. Pero, ¿y después?

Samuel levantó la vista, observando cómo las hojas caían lentamente de los árboles, flotando como pequeños fantasmas en el aire frío de la noche.

En ese momento, se dio cuenta de que tenía una decisión que tomar, una que definiría más que su carrera. Podía seguir siendo el hombre que siempre había sido, el que se limitaba a cumplir con los encargos sin importar las consecuencias, o podía hacer algo distinto. Algo que, por una vez, no fuera por el dinero.

Apagó el cigarrillo contra el banco de metal y miró la carpeta a su lado. Sabía que si entregaba esos documentos, firmaría la sentencia de Oriana y Paulina. Pero si no lo hacía... si decidía que, por primera vez, las cosas no se harían como siempre, ¿qué pasaría entonces? Fran no era alguien que se tomara bien las traiciones.

Samuel se levantó, tomando la carpeta en sus manos. La noche era helada, pero la decisión que tenía frente a él pesaba más que el frío en sus huesos.

Sabía que no podía mantener esta información oculta para siempre. Pero también sabía que, si lo hacía, habría consecuencias.

Miró hacia el vacío parque una última vez antes de caminar lentamente hacia la salida, con la carpeta bajo el brazo. La próxima llamada a Fran sería diferente.

Samuel estaba sentado en un banco del Parque del Retiro, en Madrid, mientras la fría brisa de la medianoche le golpeaba el rostro. El parque, que durante el día era un bullicio de vida, ahora parecía un lugar completamente distinto. Las sombras de los árboles se extendían por el suelo, y apenas unas pocas luces iluminaban los caminos vacíos. Samuel encendió un cigarrillo, intentando calmar su mente, que no dejaba de dar vueltas sobre lo mismo: Oriana.

La carpeta que descansaba a su lado en el banco parecía más pesada de lo que realmente era. Dentro de ella, tenía toda la información que había recopilado sobre Oriana en las últimas semanas. Sabía exactamente dónde trabajaba, en qué piso vivía, incluso tenía fotos tomadas discretamente frente al colegio de Paulina. No había dejado ningún cabo suelto. Las interceptaciones telefónicas entre Oriana y su madre también formaban parte del expediente. Cada detalle, cada movimiento, todo estaba ahí, documentado con precisión. Podía entregárselo a Fran en cualquier momento. Un trabajo impecable, como siempre.

Pero algo lo inquietaba esa noche. Samuel sabía que entregar esa carpeta no sería el final de este asunto, sino el principio de algo mucho más oscuro. Fran no era un hombre que simplemente aceptara las cosas y siguiera adelante. No, él era de los que apretaba hasta que todo a su alrededor se rompía. Y Oriana, junto a su hija, estaban en la línea de fuego.

Samuel había hecho muchos trabajos en su vida, y no se consideraba un tipo moralista. Siempre había sido un pragmático, alguien que veía las cosas en blanco y negro. Pero había algo en este caso que lo tenía inquieto. Quizás era la imagen de Paulina, una niña inocente que no tenía nada que ver con el monstruo que su padre era. O quizás era Oriana, quien había logrado escapar, algo que pocas personas conseguían hacer de alguien como Fran.

Apoyó los codos en las rodillas y se frotó el rostro con las manos. Sabía perfectamente lo que Fran haría si le entregaba toda la información. Fran no quería simplemente saber dónde estaba Oriana; quería castigarla por haberlo dejado. Y si volvía a meter a Oriana en su control, aquello no acabaría bien. Samuel lo había visto antes. Era como ver a alguien caer en cámara lenta: sabías que el golpe sería devastador, pero no podías hacer nada para detenerlo.




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