Con los años, lo que antes era una amistad fácil, ligera y llena de confianza, empezó a sentirse… tensa. Ya no era ese espacio seguro en el que nos entendíamos sin palabras. Había silencios incómodos donde antes había risas, y dudas donde antes solo había certeza.
Blanca empezó a decir cosas que no eran ciertas. A veces eran detalles pequeños, casi imperceptibles: una anécdota contada con adornos que no coincidían con lo que realmente había pasado, o comentarios sobre otras personas que no encajaban del todo. Decía que alguien había dicho algo que no cuadraba, o contaba historias en las que siempre salía como la víctima o la heroína. Al principio pensé que quizás exageraba yo, que tal vez estaba siendo demasiado crítica, que todos distorsionamos un poco las cosas de vez en cuando.
Pero las mentiras empezaron a repetirse. Cambiaban según el momento o según a quién se las contaba. Empecé a dudar de todo. A cuestionar cada conversación, cada recuerdo compartido, incluso los momentos más simples. Me descubrí pensando: “¿De verdad pasó así? ¿O estoy mezclando lo que viví con lo que ella me hizo creer que viví?”
Y lo peor era esa punzada constante, esa pregunta que no me dejaba en paz: si me miente en cosas pequeñas… ¿me miente también en lo importante? ¿Puedo confiar en lo que me dice cuando realmente importa? ¿Me ha ocultado cosas graves, cosas que deberían haberse dicho de frente? Sentí cómo, poco a poco, se erosionaba la confianza, esa base invisible que sostiene cualquier relación verdadera. Y lo más triste fue darme cuenta de que ya no sabía si tenía una amiga… o solo la idea de quien fue una vez.