Llevaba horas sentada en esa silla incómoda, al lado de su cama. El ritmo de la máquina era casi hipnótico. Pip... pip... pip. Una parte de mí ya ni lo escuchaba. Otra, temía que dejara de sonar.
No sabía si me escuchaba o no, pero le hablé. Le conté cosas tontas, lo que habíamos hecho en clase, y tonterías variadas.
Y cuando me callé, solo se oía el zumbido de las luces y mi propia respiración. El reloj marcaba las 6:32. Lo recuerdo porque miré justo cuando me pareció que algo en el aire cambió.
Fue un segundo. Un segundo en el que sentí algo raro. Como si el ambiente se encogiera. Como si de repente me faltara el aire sin razón.
Entonces, la máquina cambió su ritmo. Pip... pip... piiiiiiiiiiip...
Y en ese instante, todo se volvió ruido.
Una enfermera entró corriendo. Me miró. No dijo nada. Solo gritó por un médico.
—¡Código azul, habitación 214! ¡Ahora!
Todo se volvió más rápido. Llegaron dos más. Otro médico. Había voces que se cruzaban.
—Sácala de aquí.
—¡Adara, sal!
—¡Ya!
No entendí. Mi cuerpo se levantó solo. Caminé hacia la puerta sin mirar del todo. Como si una parte de mí no quisiera ver lo que pasaba en esa cama.
Me quedé fuera, apoyada contra la pared blanca del pasillo. Todo mi cuerpo temblaba.
Y pensé:
"¿Esto es? ¿Aquí termina todo?"
Pero no. Aún no. Aún no lo sabía.