Donde sea que esté

I

Ciudad de Artinas, octubre 15, 2020

355 días después

Artemis

 

La noche no solo se apoderaba de la Academia, sino que también de ella.

El azul de sus ojos desapareció con los últimos rayos del Sol, oficialmente se había graduado, y ese era el precio que pagaba.

Su hermana conservaba los ojos que le fueron concedidos por nacimiento. Las abejas estarían orgullosas si pudieran, su creación en la mirada de una chica, una chica especial.

—¿Por qué debemos utilizar baúles cuando los humanos han creado las maletas con ruedas? —preguntó la chica de ojos color miel.

El hombre que las custodiaba, su rostro tenía la imagen de un joven en sus veinte, pero todos en Artinas sabían que no era así.

—¿Maletas? —dijo frunciendo el ceño. —¿Para qué quieres esa repugnante creación cuando tienes estos bellos baúles de hace cuatrocientos años, Odalis? Lo que cargas no es repugnante como esas maletas que mencionas.

Artemis rio por lo bajo.

—Oh, vamos tío Easton, no seas tan amargado. De seguro alguna repugnante creación es de tu agrado.

Easton sujetó los baúles a uno de los dragones mientras hacía una mueca de duda.

—De acuerdo —dijo con honestidad. —Miguel Ángel tiene creaciones que no son repugnantes, pero como era humano pierde un poco de crédito.

Odalis suspiró y se subió a su dragón.

—Por el primer universo, los seres nunca cambian. 

Artemis volvió a reír.

—Ya vámonos, me gustaría lograr asistir a la cena del cuarto palacio.

Ella acarició la cabeza de Devika y con su bota la golpeó suavemente para que comenzara a volar.

Las estrellas eran más claras para ella que para sus acompañantes. Las constelaciones de Petra y Thomas resaltaban por la atracción maligna, tanto que los habitantes de ese mundo temían utilizar esos nombres para sus hijos.

El Parque de los Zafiros podía presenciarse a lo lejos. Los árboles que rodeaban los cuatro palacios resaltaban su magnificencia gracias a la fauna nocturna y las llamas doradas de protección.

La velocidad de los dragones hizo que no tardaran en llegar a los establos. Más de una centena de dragones habitaban allí. Easton se acercó a Artemis y Odalis.

—Vallan a prepararse, yo me encargo de Devika y Lennox.

Cada habitación representaba la personalidad de su dueño. La de Artemis estaba forrada en madera y tenía posters de bandas, portadas de libros y fotografías de lugares como París, Atenas y Roma. 

Ella terminó de vestirse con su traje plateado y zapatos blancos. Su largo cabello castaño sujetado en un moño bajo y firme.

Alguien golpeó la puerta con suavidad.

—Adelante —dijo Artemis.

Nadie apareció.

Suspiró y se acercó a la puerta. Al abrirla se encontró con una caja que tenía una nota adherida.

“Para cuando tu alma deje de estar cegada por una venda”.

Sintió un dolor agudo en la cabeza que se desparramó por todo su cuerpo, para cuando pasó se dio cuenta de que se había recostado contra la pared, y que lo que se sintió como un segundo, habían sido cinco minutos.

Escondió la caja en su armario antes de abandonar la habitación.

 

Como normalmente sucedía, su madre estaba ausente del mundo a su alrededor, o demasiado pendiente de él como para reparar en ella.

Solo notaba los defectos de Artemis y las maravillas de Odalis, aunque siendo justos, la primera había traído más problemas que soluciones, y la segunda más soluciones que problemas.

—Matthew, debemos irnos de inmediato —dijo Lydia.

Él asintió.

—Artemis —mencionó como si recién se hubiera percatado de su presencia. —Felicidades por eh… tu graduación de la Academia. Un encantador lugar.

Ella sonrió falsamente.

—Definitivamente encantador, madre, incluso los días que me suspendieron fueron gratos.

—Artie… —dijo su padre en tono de advertencia.

—Está bien, Matthew, déjala en paz, aunque sea por esta noche.

Odalis se comportaba como una simple espectadora, de la misma forma que las otras veces, que los otros años. Con su aspecto puro y delicado lucía como una princesa, bueno, de hecho lo era, no obstante, su perfección merecía reconocimiento. 

Se veía como una Diosa, necesitaba muy poco poder para serlo, ella lo sabía, le temía a la realidad y esa inseguridad chocaba contra la seguridad de su apariencia. Su cabello dorado con mechones blancos, su piel pálida, su vestido de seda del color del marfil, y sus ojos dulces, todo era perfecto.

Artemis tenía una personalidad absorbente, la atención siempre la ganaba de forma sencilla, y a diferencia de su hermana, eso no la intimidaba o molestaba.

 

Los Maestros de Ceremonias y las Sacerdotisas Celestiales asintieron al mismo tiempo como saludo de respeto.

Todos estaban allí, solo faltaban ellas. El Maestro de Ceremonias más anciano abandonó su lugar y se acercó al altar. 

—Artemis, Apollo, Henry —exclamó el anciano.

Ellos se acercaron al altar.

—Ven aquí, niña.

—No soy una niña.

Él rio.

—¡Tonterías! —suspiró. —No creo que pienses eso en algunos meses. Todo cae por el acantilado cuando el puente es demasiado débil. Ahora solo te balanceas, pero ten cuidado, escucha los crujidos de la madera y las quejas de las cuerdas.

—No comprendo.

—No comprendes porque aún eres una simple niña que no posee ni un ápice de simpleza. —Él sujetó su mano con firmeza y luego la soltó. —Disfruta de tu viaje de aprendizaje mientras esté en tu poder.

En el momento que ella se inclinó ante el Maestro en forma de respeto, Henry tomó su lugar, y luego Apollo. Nadie escuchaba qué mensaje recibían. Nadie podía preguntar.




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