Un siervo fugaz se escabullía entre los cuerpos inertes del bosque, en camino a la solitaria cabaña al medio, con un mensaje qué transmitir. Las patas del animal encontraban la ventana, con un cristal sucio y empañado por el calor que albergaba dentro, a través de él se observaban a los dos niños menores durmiendo en el suelo, sobre un colchón de heno y frazadas de lana envolviéndoles junto al fuego extinto hacía pocos minutos. A un lado, el camastro único de la cabaña ocupado por los padres y los dos hijos menores, más el bebé de pecho.
El siervo olfateó, miró con sus ojos negros hacia la joven dormida junto al fuego, y graznó. Ella abrió los ojos, asustada, entre la penumbra logró enfocar la ventana y allí le vio. «Peligro». De alguna forma inentendible para la humanidad, ella comprendió el mensaje, pero era tarde ya.
El mensajero escapó, alejándose hacia la seguridad del bosque al mismo instante en que las voces bisbiseaban en las lindes de la cabaña y sus cuerpos creaban sombras en los alféizares de las ventanas, de sus bocas se elevaba un vaho que alcanzaba hasta la neblina de las montañas. Era una noche fría, las nubes amenazaban la libertad de la clarisa luna.
La joven niña se sentó en su improvisado lecho, con miedo, empujó el hombro de su hermano mayor intentando despertarle, pero éste se quejó y volvió a acomodarse en su rústica cama. Ella, temerosa, se puso en pie y acercóse a la puerta que daba a la otra habitación de la cabaña, de las dos que había en ella. Notó que el suelo estaba frío como el aire que le rodeaba, notó que el murmurar de las voces se detenía, notó la velocidad con que los vellos de sus delgados brazos se erizaban, pero con todo, no pudo prever el intempestivo golpe que separó las bisagras de la puerta y la hizo caer, enviándole a ella a un rincón de la recámara.
Se incorporó la joven, con la sien sangrante, para ver cómo las negras figuras se erguían sobre su padre y le fulminaban con el rayo fugaz de un arma, cayendo sobre su esposa en cama que, con el tierno en brazos, rogaba con fervor y lágrimas terminar aquella barbarie. Pero los hombres no lo harían, buscaban lo que no tienen, y lo tomarían de ellos por la fuerza, como por la fuerza fueron orillados a esa vida de crimen y muerte.
Tomaron al hermano mayor por el cuello, le abrieron las entrañas irrigando con su sangre y viseras el rústico colchón que ambos habían compartido solo minutos; a los niños pequeños que lloraban y con alta nota gritaban, les terminaron tan rápido como a su padre. El bebé en brazos fue arrebatado con violencia y un golpe a la madre por rehusarse a entregarle, tomaron su pequeño cuerpo y cortaron su garganta de infante, arrojando los restos sobre el cadáver del hijo mayor.
La madre perdió la cordura en ese momento, olvidándose de todo. Es lo mejor, ya que, cuando los hombres la montaron como a un perro y la usaron en turnos mientras unos buscaban valores financieros, ella ya no estaba. Cortaron su garganta y la dejaron morir en el mismo suelo en que sus niños se desangraron.
En un rincón, la joven lloraba en silencio, echa un ovillo en su camisón de lana grisácea. La puerta estaba abierta y sujeta por una de las bisagras, pendía con simpleza ocultando a la niña de los hombres, ocupados esculcando las pocas pertenencias que la familia tenía, hasta que uno reparó en el espacio oculto, y la vio. Ella dejó de llorar y corrió fuera de la recámara, encontró la sala vacía y la puerta principal abierta: su escapatoria.
Cruzó el jardín y el huerto descalza, removiendo la húmeda y fértil tierra que con generosidad sustentaba a su familia, pasó de largo el gallinero y las gallinas cacarearon en un revuelo. Encontró el bosque, encontró los cuerpos de los altos centinelas y la luna sirviéndole como su guía, como su aliada. Los búhos le susurraban el camino a seguir y los grillos le advertían que debía correr más a prisa, «más a prisa, ellos vienen, ellos vienen».
Un golpe y al suelo. Mascó la tierra con la boca y se torció un tobillo al caer, con el dolor incipiente escociéndole la espalda, allí donde el disparo mortal le había alcanzado. Los hombres llegaron con ella, quejumbrosa y doliente. Se intentó arrastrar como última opción, pero un culetazo la mandó a la inconciencia de inmediato.
Despertó, y el dolor de la penetración le sacaba el aire. El corazón apenas y le bombeaba, la sangre se le escapaba y ya no sabía ni cómo llorar; hizo un puño con la tierra a su lado, molesta, herida, triste, enojada. «Ayuda», logró pensar entre una embestida y otra, con esa voz ronca sobre su cuello, y una mano ruda manteniendo su pecho pegado a tierra.
La embestida llegó con tal velocidad, que el violador se vio fuera de la joven y echo de espaldas a la tierra, sin aire, mientras un fragmento del asta del siervo le sobresalía del costado derecho. Segundos después, su última exhalación se confundió con el frío aire de la madrugada.
El siervo la olfateó, ella respiraba con dificultad, temblaba, no solo por el frío. Se echó a su lado, y esperó. Unos minutos después se escuchó el sonido de la tracción de un vehículo, las voces gritando órdenes, y el inconfundible sonido de las llamas pareció audible por primera vez a los oídos de la joven, todo provenía de la cabaña.