CAPÍTULO UNO:
Sobre una burbuja y un viaje a una nueva ciudad
Los ojos castaños vigilaban el pasar de las rocas y riscos que la separaban de la orilla del mar, de su rugido feroz, del abrazo de agua salada del Océano Atlántico, la ventana transparente le permitía verlo. La velocidad del tren la alejó más pronto de lo que desearía de aquella vista, sus ojos perdieron alegría y volvieron a la inexpresividad, aunque seguían engalanados por unas pequeñas motas amarillas y un aura negra alrededor.
—¿Por qué no podemos quedarnos en ésta ciudad? —preguntó entonces, volviéndose hacia el interior del vagón.
—Ya lo sabes, Anyaskiev. En ésta ciudad son cuatro horas de viaje aéreo, en Los Cabos son dos solamente, no puedo estar tan lejos de ti.
—Sí puede, pero no quiere —farfulló con malcriadez, haciendo un mohín hasta que el color del bosque le devolvió la sonrisa.
—Anyaskiev, mírame. —Se giró, de mala gana. Él se sentó a su lado y le sujetó la quijada con una mano, dándole una mirada firme pero dulce—. Lo mejor es estar cerca ante cualquier vicisitud.
—Hace mucho no tengo un ataque, ¿no es eso una señal?
Sus ojos brillaron con esperanza de persuadir a su padre, pero al verlo mirarla con tanta… lástima, se enfadó de nuevo. Dio un manotón a su mano y dejó el vagón para ir al propio con la asistente de cámara detrás.
La joven se sentó junto a la ventana una vez más, apoyando los antebrazos en el respaldar del diván y la quijada descansando sobre éstos. Suspiró, dejando sus tupidas pestañas caer en sus pómulos prominentes. Se veía tan hermosa, con su piel ceniza, enmarcados esos ojos fieros por unas ojeras azuladas y las pestañas gruesas, el cabello castaño magreándole los costados de las sienes, ocultando la cicatriz de un golpe que recibió años atrás.
«Aquí». Abrió los ojos. «Aquí». «Aquí». «Aquí». El llamado volvía, se incorporó viendo con más atención hacia el tramo del bosque, buscando de dónde provenía el llamado, entonces apareció, como un pequeño parpadeo marrón y blanco entre el follaje, el siervo brincó y corrió a tanta velocidad como pudo para mostrarse. Ella jadeó, una mano tocó el cristal de la ventana como queriendo traspasarla y perseguirle, sin dudar, que de ausentarse el cristal lo haría. El siervo desapareció de su vista tan rápido como arribó.
—¿Pasa algo, señora? —inquirió la asistente, al notar el repentino asombro de la joven.
—No, Ange… —suspiró.
Tomó asiento otra vez y ésta vez apoyó la nuca en el respaldar para descansar unos segundos, ahora que se sabía acompañada. Ange se presentó a su lado ofreciéndole una bebida rehidratante sin azúcares procesados, ella lo aceptó y bebió. Miró a la pelirroja y le pidió se sentara con ella, como hacía siempre que estaban solas. Tomó las manos de su amiga y asistente, las manos de la otra estaban mucho más tibias que las propias.
—Una nueva vida, Ange.
—Anya, sabe que puede contar conmigo. Solo… no sea tan dura con el General, sabe que él solo se preocupa por usted —persuadió la pelirroja, con su voz tierna. Las pecas de sus mejillas se elevaron con su sonrisa gentil, rememorando el afecto que la joven le suscitó desde el primer momento en que la conoció cuando era solo una niña demasiado flacucha y asustadiza, y ella, una joven hermosa y formada en la asistencia a las damas de sociedad. Ahora, la niña era toda una señorita de veinte años con sus formas completamente desarrolladas, un aire de belleza que atrae y la jovialidad femenina que despierta el interés en cuanto las palabras brotan de sus labios. Ange, con veinticinco años, está orgullosa de haber formado parte de esa transformación, de haberla ayudado a volver a vivir.
—Lo sé, solo desearía… —miró hacia el bosque, girando su cuello—. Desearía poder tener un poco más de aire dentro de ésta burbuja que tanto me asfixia.
—¿Burbuja?
—Sí, vivimos en una burbuja, una lo suficientemente grande para hacernos creer que somos libres, pero en realidad, al intentar atravesar los límites nos damos cuenta cuán esclavos de ésta vida somos. ¿Entiendes?
—Eso creo —dubitativa. Lo cierto es que Ange no entendía, para ella, la burbuja no existía, porque no había intentado sobrepasar nunca los límites que le instruyeron desde niña. Para la joven Aniaskiev, en cambio, la burbuja era real porque había vivido fuera de ella durante toda su infancia—. ¿Por qué no intenta ver algo bueno, señora?
—No me gusta que me llames así.
—Disculpe, Anya —corrigió, con un rubor, dando un vistazo hacia la sala del vagón, de repente tan vacía, tan sola, y Ange reflejó en su señora los verdaderos deseos que guardaba su corazón—. Tal vez en ésta nueva ciudad, pueda descubrir un joven que le agrade y que la corteje.