Donde termina la vida

CAPÍTULO CUATRO

CAPÍTULO CUATRO:

Sobre la primera visita a la Casa de Té y lo que allí ocurre

 

La moda de la ciudad de Los Cabos difirió tanto mucho de su residencia anterior, viéndose en la penosa necesidad de requerir un nuevo guardarropa, mismo que la esperaba dentro de las puertas de los armarios y cómodas; esto sin saber, como parte de las prevenciones que Edevane supo cubrir.

—¿No se ve exquisita con éste color la señora? El tacto de la tela, el brillo al entrar con la luz y los volantes de la falda… Como si volara por sobre el suelo. Deliciosos los botines y las medias, como las usan las señoritas por aquí. Estará la señora en el ojo de las gentes a donde vaya.

La asistente no cesaba su cháchara mientras le terminaba de atar la cintura del vestido con una cinta blanca de mantequilla, la falda vaporosa coronaba sus rodillas con los volantes mencionados, los hombros y los brazos ocultos bajo la tela con detalles semitransparentes, y una cinta celeste, delgada, formaba un moño en la línea del cuello estilo inglés. Mientras, otra guardaba silencio al acentuarle las ondas con la máquina de calor, dejando como es costumbre los mechones magrear sus sienes.

Anyaskiev se giró hacia Ange, ésta dejó los cambios de las sábanas en la cama para despachar de una vez a las molestas asistentes. Le agradeció el salvarla de la fastidiosa no-conversación. La pelirroja se sentó en un banquillo frente a ella y le maquilló como sabía le gusta: Enmarcando sus cuencas con tonos cafés y rizando las pestañas, algo de colorete rosa tierno para darle un poco, apenas, color al rostro.

—Gracias, Ange.

—De nada, señ… Anya —corrigió.

Salieron de la estancia y se encaminaron hacia la sala de estar por las escalinatas. El General esperaba abajo. Le dejó un beso a la mejilla como saludo matutino y se pasó las telas de la bufanda por los hombros, abrochándola con un pequeño gancho de plata con la forma de un ave en pleno vuelo.

—Estás hermosa.

Ella no respondió, más producto del sueño y cansancio que por molestia, no había podido recuperar muy bien las horas de sueño del viaje, más la diferencia de horario no colaboraba en nada. Las ojeras azuladas bajo sus ojos no podían mentir.

El vehículo se dirigió hacia la calle Washington sin mayor tardanza, bajó dos cuadras, intensificando el olor a robles a medida que avanzaban. La mañana trajo en sus hombros a las gentes, con prisa a sus labores, con prisa, con prisa y sin parar, más el tiempo se detuvo cuando el parque apareció en el campo de visión de Anyaskiev. ¿Tan cerca de su casa estaba y no le vio? Tres cuadras y allí estaba, un muy poblado de vegetación semicircular parque, y para aumentar su sorpresa, doblaron en la calle que daba frente a él, se detuvieron en una casa de tres pisos, tan antigua como la que ahora habitaba.

Se bajó del vehículo como quien no tenía interés de caminar, sino de volar, y las miradas que iban pasando se centraron en ella, y las de las terrazas de la casa de enfrente también se giraron hacia ella, suspendiendo por un momento sus actividades y conversaciones para contemplarla. Ella admiró con una sonrisa el parque, se giró hacia el General. Las personas regresaron a sus comunes acciones, ésta vez la conversación giraba en torno a la joven de blanco que recién descendió de tan elegante vehículo.

“La Casa de Té”, se leía en la reja del arco que daba entrada a la casa situada frente al parque, dos árboles delgados y torcidos formaban un arco natural y sombra para el umbral y las terrazas a cada lado. La entrada era atendida a su paso por dos asistentes con traje negro de tres piezas, camisa de vestir blanca y corbatín rojo cereza.

—Bienvenidos a la Casa de Té. ¿Salón de Casa, General? —inquirió el asistente detrás de un estrado de madera.

—Por favor —respondió el aludido con sobriedad. Anyaskiev observó el largo corredor que parecía dividir los dos salones principales donde funcionaba el establecimiento. Los candelabros estáticos en la bóveda de madera, los tablones bien lustrosos bajo sus pies, los vitrales que daba a los salones, empañados por algún efecto de fabricación para impedir el husmear a las personas desde el exterior—. Anya.

—Perdone. —Se colocó a su altura mientras el asistente les guiaba por las puertas dobles de la derecha, hacia las muchas y muchas mesas del Salón de Casa. Las personas allí, todas de alto nivel, todas bien vestidas y acicaladas, la veían pasar sobre el hombro, murmullos, unos asintiendo con respeto al General, algún que otro soldado raso presente se puso en pie y mostró su respeto hasta que el General pasó de ellos. Nada había cambiado de la última vez.

El asistente abrió la silla de una mesa que da vista al jardín lateral, donde sí había flores de distintas familias. Se sentó con la ligereza de una pluma.

—Disculpe.

—¿Sí, señora?

—¿Cómo se llama el otro salón? —inquirió, sorprendiendo al asistente.

—Salón de Posada, señora.




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