Donde termina la vida

CAPÍTULO ONCE

CAPÍTULO ONCE:

De un ave que se alza en vuelo y excremento

 

Estaba molesta, con él. No había tenido palabra suya desde hacía más de una quincena, y de pronto Ange le notificaba que estaba él esperándola en la sala, viéndose en la fastidiosa necesidad de bajar el pincel y hacer el aseo, arriesgándose con esto a arruinar la pintura. De mala gana sus botas negras alcanzaron el suelo de la sala.

El señor Fostter parecía estupefacto como de costumbre al verla. Es que le parecía tan bonita y tan delicada; y nunca la había visto con pantalones. Aunque esos no le entallaban mucho, sus figuras se veían más preciosas que de costumbre. Tartamudeó, sí, recordó haberlo hecho después de pasado el susto inicial.

A Fostter le causó cierta pena el verla notablemente molesta con él, no es que dijera nada en específico hacia él en los primeros minutos, es que no había dicho nada en absoluto. Se disculpó por no regresar antes, explicó con poco detalle la exuberante cantidad de trabajo del Directivo de Finanzas y por inercia, el propio; acotó que esperaba para regresar con las flores, y allí estaban. Por si esa gran sonrisa de colmillos blancos y hoyuelos no fuera poco, le aseguró que la tarde siguiente podrían liberar al ave según la indicación del veterinario, ésta noticia la hizo estrujar sus manos unas con otras con emoción y tornar rojas sus mejillas. Estaba complacido y perdonado, evidentemente.

Le agradeció, miró los cinco jarrones, idénticos al anterior, y comenzó a tocar las flores y a girar en torno a ellas la conversación. El servicio de té llegó, y ella no podía dejar de ver sus ojos bonitos brillar. «Justo como una pantera», se dijo sonriendo. Ange y otro asistente le ayudaron a llevarlo todo a su galería, claro que sin permitir que entraran, sino, más bien, como dejando todo en el suelo junto a la puerta para ella entrarlas más tarde.

“¿Por qué me mira de ese modo?”, ésta y muchas preguntas más se hacía Fostter, más tembloroso y sudoroso de manos que de costumbre. Complacido de más por las miradas de la joven, se daba por satisfecho y, sí, decepcionado porque no contaría con más motivos para visitarla o hablarle siquiera. Y según los rumores de la oficina, Dmitri Edevane la cortejaba y los había visto salir a caminar juntos las últimas semanas y hablar con confianza y animosidad, se decía, incluso, que pronto formalizarían la relación.

Se terminó la visita dos cuartos de hora más tarde, y se programó la hora de la liberación. A las seis treinta de la mañana siguiente, antes de que la jornada de trabajo de Fostter diera inicio, Anya y Ange llegaban en el vehículo de plata, sin sorprenderse de encontrar esperando ya al señor Francis Fostter que cargaba una pajarera de madera con el ave dentro, vivaz y sana.

En cuanto Anya bajó del vehículo, el ave comenzó a revolotear, y los pájaros del parque se alzaron en una revolución magnánima, volando y cantando todos al mismo tiempo. Ante esto, el chauffer y Ange tuvieron la precaución de sacar los paraguas y entregar uno a los señores y guardar otro para ellos. Esto, a tiempo de evitar la súbita lluvia de excremento que cayó de entre las ramas.

Anyaskiev reía, otra de esas carcajadas llenas de sol, bajo el paraguas negro y tan cerca del señor Fostter que sus hombros se tocaban y transmitían calor. Ella le vio, esos ojos castaños con motas amarillas le parecieron más hermosos que de costumbre, más vivos, más dinámicos para con él. Le pesó tanto el saber que no los vería durante mucho tiempo más, le pesó con la gravedad incrementada y el aire reducido.

—¿Listo? —preguntó, él entonces asintió y alzó la jaula, aún bajo el paraguas. Ella, con la mano libre, corrió el pasador y dejó la jaula abierta—. Debes irte por ahora.

El ave color mostaza salió de su encierro y despegó en vuelo abierto hacia las hojas bermejas y otoñales de los árboles, confundiéndose con la ola de aves que se dispersaba una vez más, en un espectáculo que nadie más que ellos cuatro, y los dos celadores tuvieron la oportunidad de apreciar. Que extraño, pensó él, que había sido el que éstas aves se juntaran de tal modo, y que ella dijese “por ahora”, como si el ave volvería a visitarla. Que loco sería pensar aquello, de verdad.

—Así que —bajó el paraguas y lo entregó a Ange—, tiene que ir a trabajar, señor Fostter. Es una pena, no me gustaría estar frente a la Casa y no entrar a tomar un desayuno.

Su boca se abrió ligeramente, sin palabras ante la sorpresa. ¿Eso era una invitación a  comer con ella? ¿Lamentaba el no poder compartir más tiempo con él?

—Espero su respuesta.

—Sí, sí, discúlpeme, por favor… Es que usted me pone tan nervioso.

Ella volvió a reír, ahora más que antes.

—¿Entonces? ¿Comerá conmigo? Porque sino no me molestaría, podría ser otro día, o más tarde, no quiero interferir con sus obligaciones, que deben ser muchas.




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