Donde termina la vida

CAPÍTULO DIECISIETE

CAPÍTULO DIECISIETE:

Lo que ocurre en el jardín luego de que Anya es descubierta

 

Aquello transcurría como la lentitud de un continente, las miradas, las acusaciones de los niños, y luego, él la miraba a ella. Anya se sintió avergonzada por la interrupción que había hecho en ese santuario, pero encontró la puerta abierta a su curiosidad y tomó la ocasión. Los niños la defendieron con vehemencia y Carim asumió la responsabilidad por no haberla echado fuera en cuanto la vio.

El señor Thomas pidió ser dejado a solas con la señorita. Los niños rezongaron de mala gana pero obedecieron, y se marcharon, la mayoría arrastrando los pies. Anya permaneció fresca en su sitio, las manos unidas unas con otras, pero al tornarse el señor Thomas en su dirección, sus rubicundas mejillas volvieron.

—¿Se ruboriza usted? ¿Podría saber la razón?

—Perdón, no quise ser descortés e interrumpir en su casa. Lamento si he causado a usted o a sus niños algún inconveniente, no ha sido a conciencia, doy voto de ello.

—Le creo.

Por largos segundos tanto ella como él almacenaron reserva en ese pequeño espacio de la Casa de Té, él observándola, ella siendo observada. Antes de que alguno pudiera entablar una conversación más allá de la habida, la puerta se volvió a abrir de súbito, y ésta vez, Edevane, furioso como Anya no lo había visto nunca en el tiempo de trato, se presentó ante ambos.

—Vaya, tengo que mejorar mi sistema de seguridad —susurró él, antes de que el novio de la joven llegara a escuchar. Esto hizo que Anya riera con ligereza, y Edevane se encabritara al cuadrado.

—Collingwood —dijo en un asentimiento frívolo hacia el señor Thomas, pero éste, sonriente y casi burlón respondió.

—Dmitri, inesperado verte por aquí de nuevo. ¿Cómo va todo?

—Mejor —masculló el sobrio caballero, tomando la mano de Anya entre sus dedos—. Tendré la oportunidad de presentarse de forma más formal a mi novia —recalcó—, la señorita Diveth, en otro momento, me temo que por ahora me encuentro algo corto de tiempo. Vamos, Anya.

—Pero…

—Sin peros, Anya, me prometiste no volver a hacer esto y rompiste esa confianza. Vamos ya.

La brutalidad de las palabras la desencajó tanto que le siguió más por estupefacción que por voluntad. Edevane la arrastraba fuera mientras el señor Thomas los veía marcharse, calmo, con las manos en las bolsas de su pantalón de mezclilla y una sonrisa tierna en sus labios inusualmente rojos, resaltados por severas arrugas que se acentuaban en su mandíbula y mejillas al sonreír.

Anya quedó prendida de aquel encuentro y aquella imagen como no le había ocurrido nunca, había un aire extraño en ese hombre, un misterio o curiosidad insaciable, sentía en su corazón la misma inocencia de las aves, la belleza de las mariposas y la fiereza de los felinos cazadores de la sabana. Pero Edevane la había alejado intempestivamente de él.

La llevó a casa de inmediato, censurándola en grande por su actitud tan infantil: escaparse de esa forma, luego indignarse y dedicarse a ignorarle por reprenderla. Pero ella no escuchaba, se encontraba de bruces al medio de la sala, mientras Edevane discutía con sí mismo, intentando hacerla obedecerle sin reparo, con devoción, ¿por qué no podía simplemente escucharle?

—Todo es por tu bien, Anya.

Esa noche, Edevane no la besó como había sido de usanza en las despedidas, se limitó a un roce de sus labios y se fue. Estaba más que molesto, indignado. Thomas Collingwood no tenía sus mejores opiniones, y por ende, no era permitido en el círculo social de Anya, lo impediría a cualquier importe.

Pero Anya solo pensó a partir de esa tarde en los niños, en la Casa de Té, en el señor Thomas Collingwood y todos los secretos que custodiaba.




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