Donde termina la vida

CAPÍTULO DIECINUEVE

CAPÍTULO DIECINUEVE:

Sobre Amibarak Collingwood y lo que ocurre en un mariposario

 

Un niño corre por el desierto, pero la arena bajo sus pies le abrazan a cada paso y lo atrapan entre sus lazos, engulléndolo hasta las entrañas de la tierra.

Amibarak se despierta aterrado en la madrugada, como los demás niños en la casa, todos con temor de que se repita una desgracia: explosiones, fuego, una bala… Así de frágil es su niñez, así de fácil hurtaron la inocencia de su juventud. Una bomba, clic, se acerca a curiosear. Un gas emana, explosión. Despertó y lo había perdido todo, más una mano. Un hombre inglés lo acunaba, ojos esmeralda le reconfortaban, «eres especial», le dijo, y se olvidó del dolor.

Un año ya, y Amibarak no recuerda el dolor, solo el vacío. Siete años pronto, siete hermanos ha ganado.

El amor por los animales comenzó como una caída silenciosa: las plantas y árboles le llamaban en silencio, comenzó a perseguir abejas y cigarras en el refugio cerca de su antiguo hogar, con una mano iba de detrás de ellas. Los insectos le apasionaban entre todos: lombrices de tierra, gusanos, escarabajos, catarinas y mariposas.

Una fuerza mayor atrajo a la joven Anyaskiev y a Amibarak, en silencio, sin decirse sus pasiones, porque el corazón las gritaba en un idioma sin palabras.

Las motas amarillas de los ojos de Anya relampaguearon al entrar en la habitación, que más era como la puerta a un mundo completamente distinto al exterior. Un jardín-selva con ecosistemas y mundos distintos, puertas para entrar a los rediles de las especies tropicales y ventanas hacia los nidos de los escarabajos de tierra, el olor de la humedad y la tierra fértil invadiendo el aire, las plantas reptando por estructuras de madera junto a las paredes.

El señor Thomas Collingwood cerró la puerta detrás de él con intensión de no hacer ruido; los niños, al otro extremo, se aglomeraron en la perilla para intentar ver por la rendija y escuchar por la apertura. Hacía mucho que no llegaba ni un visitante nuevo. Los pasos del señor Thomas no fueron tomados en cuenta puesto que el niño le mostraba sus más preciosas mascotas a la joven, y ésta, contrario a lo que podía esperar, los tomaba en las manos desnudas y les hablaba como el pequeño solía hacer. Una cosa curiosa.

Advirtió el señor Thomas que ella había dejado sus guantes de piel sintética en una de las rendijas de las enredaderas, y sabiendo que los olvidaría, los tomó y guardó en el bolsillo del pantalón. Al alzar su atención hacia la pareja otra vez, la vio cargar sin asco alguno una oruga amarilla, gigantesca que, con honestidad, a él causábale repugnancia. Con orgullo le mostró sus escarabajos, le plantó en la manos las mantis religiosas que pronto entrarían en procreación y una devoraría la cabeza de la otra, las tarántulas le caminaron por los brazos como lo harían por una pasarela, y todo lo que hizo ella fue reír y decir que le hacían cosquillas. Aquella risa fue angelical para el Señor Thomas.

Había algo en esa mujer, él lo sabía, lo supo desde que la vio en el Salón de Posada, aunque no sabía que era ella. La excitación primordial de conocer a alguien importante le invadió de nuevo al ver sus bonitos ojos castaños por vez primera, y luego, al encontrarla en su jardín interior, supo que no era una coincidencia, que ella tenía que estar en su vida.

—Muy bien, Amibarak —dijo el celador, detrás, implotando la pequeña burbuja en la que se habían encerrado, el niño egipcio le miró con sus ojos almendrados tan profundos como una noche estrellada y un trueno hizo el techado sacudirse, estremeciéndoles—. Creo que es tiempo de salir.

—Pero… —Una mirada del celador bastó para que el pequeño obedeciera y dejara en sus casitas a las salamandras que tenía intención de exhibir—. Está bien.

—¿Tienes un mariposario? —advirtió ella, viendo hacia el techo, como si pudiese ver a través de éste. El niño, emocionado, respondió con una afirmación y ofrecióse a mostrarle de inmediato.

El señor Thomas, por otra parte, se mostraba circunspecto ante ésta adivinanza tan súbita de su invitada. ¿Cómo pudo saber? ¿O solo fue deducción? Ya qué el chico tenía una jungla en su recámara, podía ser evidente que tuviese también una crianza de mariposas. Al abrir la puerta, los niños cayeron en una gran masa de cuerpecitos torpes al suelo, siendo descubiertos infraganti en su espionaje.

La llevaron corriendo hacia el piso tercero de la casa, y mostráronle la habitación deseada con gran emoción y suspenso. El señor Thomas se acomodó las manos dentro de los pantalones, esperando a que el pequeño abriera las puertas hacia el paraíso personal. Amibarak le permitió entrar hacia la red de protección, cerró la puerta cuando el señor Collingwood hubo entrado después. Éste último bajó los cierres de seguridad de la red y la dejó ingresar a la habitación que era custodiada por un techado de cristales, entrándose ellos dos detrás.




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