Donde termina la vida

CAPÍTULO VEINTE

CAPÍTULO VEINTE:

Sobre unos guantes de piel sintética

 

Para Edevane, verla era el tris adrenalínico de su día, eran los segundos, los minutos de su vida que quería extender hasta el siguiente ocaso, hasta la siguiente luna y el siguiente verano; pero, ¿cuánto tiempo tenía ella en verdad? Ni el General habíale informado con explicites de sus estados médicos, ni ella habládole en relación, por lo cual, no podía ser importuno y preguntar algo que se suponía debería desconocer.

Ella estaba suspendida, alzada en un pensamiento o en una idea, su presencia era casi nula en la estancia. No quería salir a pasear, tampoco comer algo o salir de casa, ¿qué ocurría desde hacía unas noches?

El joven Edevane acercóse sigiloso, escurriéndose a su lado en el sofá en busca de su atención, absorta ahora en la chimenea de la sala, y las llamas que crujían en los tarugos. Sitió los dedos de su mano derecha, entre la gélida y pequeña mano femenina, acercó labios a su perfil y posó en esa mejilla de alabastro un beso casto. Ella giró, la boca rosácea entreabierta, fundiéndoles en un beso húmedo y satisfactorio.

Cuando él se separó de su elíseo, y miró esos ojos castaños, sintió una herida rasgando su pecho a la mitad, al encontrar en ellos nada más que ternura, compañerismo y hermandad, pero no había amor.

—Anya, no me quieres, ¿verdad? —Se atrevió a preguntar, sabiendo ya la respuesta. Ella volvió sus ojos moteados a las llamas, las manos aún entrelazadas.

—Le quiero, pero quiero más otras cosas.

Lo destruyó, sus ojos cobaltos se marchitaron en el otoño muriente, pero no soltó su mano, no lo haría, no la dejaría sola. Aunque no podía obtener de ella lo que su corazón anhelaba, estaría allí hasta que las piernas le fallaran, hasta que la cama la reclamara y la muerte la besara; aunque él quería más que besos, aunque él quería más que cariño, aunque él la quería para toda la vida.

La puerta sonó bajo las manos de un visitante, ella pareció recobrar la vida, girando de presto y atención brindando al llamante. El señor Edevane lo notó.

Ange atendió al zaguán y regresó, anunciando al señor Thomas Collingwood.

Edevane se encrespó al escuchar aquel nombre. Anya se sonrojó y las manos presionó, advirtiendo a su acompañante de éste sobresalto.

El señor Thomas Collingwood entró en la estancia de la casa de la avenida Lions y encontró a los jóvenes novios sujetos de manos frente a la chimenea. Que estúpido se sintió. Con todo, sonrió. Las solapas de su abrigo estaban empapadas, el paraguas se escurría en el esquinero del zaguán pero sus botas y cabellos cobrizos brillaban y goteaban.

—Ofrezco disculpas si interrumpo a los señores —dijo con un asentimiento. Miró a Anya, y ésta le sostuvo la mirada, en silencio—. Olvidó esto.

De la bolsa interior de su abrigo surgieron los guantes sintéticos de color perla, y su mano los tendió hacia la señorita y ésta, como en un trance, púsose en pie y caminó hasta él, rubicunda. Su novio hizo lo propio y se acercó a la chimenea, dando la espalda y algo de privacidad a la señora de la casa y su invitado, mordiendo sus labios con ira y celos.

Éste momento fue aprovechado por los dos otros. El joven emitió una leve disculpa cuando ella hizo el amago de tomar los guantes, como respuesta, el guante derecho permaneció en la mano que los ofrecía.

—Gracias, señor Collingwood.

Éste, atónito, hizo un puño con el guante restante en su mano, y lo devolvió a su abrigo, oculto. Se despidió con propiedad y marchó hacia la tormenta de la nocturna, olvidando su paraguas en el zaguán.

Corto de aliento y rojo de ira, Edevane se giró hacia ella, sosteniendo aún el objeto devuelto. Casi sin paciencia, izó los puños junto a sus piernas y caminó hasta quedar a su altura.

—¿Qué hacías en su casa?

—Visitaba a los niños —musitó, sin alterarse.

—Sales sin mi consentimiento, ¿para ver a una recua de fenómenos, o para verlo a él?

—¡No son fenómenos! —espetó ella, cambiando de forma súbita su temple frágil para abrillantar sus ojos castaños hasta la amenaza. Ange, desde el pasillo, observaba todo en silencio.

—Lo que sea —quitando rigidez al apelativo—, no volverás a verlos, ¿entiendes?

La sentencia fue dada, la rodeó y se acercó al zaguán para tomar su abrigo. Los pasos apresurados de la joven le siguieron.

—No puede ordenarme, no es el General.

La insurrección en su tono de voz le atrajo más de lo que podría hacerlo una afrenta. Ella, que era su cielo y mar, su brújula y su astro; ella, a quien había dedicado más de lo que dedicó a nadie más que a su propio ser, a quien quería, deseaba y añoraba a su lado, como su señora esposa, le habló de esa forma.




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