CAPÍTULO VEINTIUNO:
Donde se explica un poco sobre la casa Collingwood
Ange y su bonito rostro pecoso era advertido por los celadores, y cada uno de sus ires y venires puesto bajo el ojo agudo del joven Edevane, por éste hecho, no podía salir ella bajo su protección, aunque su amiga y asistente estuviese de su parte.
La ira y el enojo eran sentimientos negativos que no solían convivir con el espíritu de Anyaskiev, y fueron desalojados pronto de su ánimo para dar paso al perdón y la reconciliación, esto bajo el sentimiento de la suspicacia.
No podía, empero, controlar del todo lo que sus pensamientos transmitían a sus vecinos, y el jardín volvióse sitio peligroso para los que atrevíanse caminar por él: serpientes escondidas entre los céspedes crecidos y charcos, ranas coloridas pero venenosas en las fuentes, arañas y tarántulas pernoctando en los arbustos, predispuestos a causar alboroto en los transeúntes, cornejas acechando el cielo cuando despejábase el aguacero.
—Haré que un equipo especial arregle el jardín, querida Anya, me temo que es sitio peligroso para los habitantes de ésta casa. Me pareció divisar una serpiente entre las bancas de la esquina, por la fuente del ángel. Cuanto más pronto, mejor.
A la tarde siguiente que Edevane llegó de visita, el jardín yacía tan silencioso y vacío como un claro, sin un avistamiento de ninguna especie animal. Anya, al iluminarse con una idea, decidió que, de ser necesario, usaría a su beneficio aquello que le fue dado para servir a los demás.
El celador cambiaba de turno y con despiste, a la tarde, se refugiaba bajo un paraguas a la sombra de una acacia, cuando, de improvisto, fue arremetido por una corneja que en picada se dirigía hacia su lugar. Agachóse a tiempo de evitar el golpe, cuando otra más imitaba a la primera. Se lanzó de boca a la tierra húmeda por el chubasco, y las aves se posaron sobre el borde de una banca y le graznaron con amenaza. Retrocediendo, cayó de espaldas en la fuente, empapándose con agua estancada y verdosa, más las cornejas no dejaban de avecinarse en un vuelo amenazante, haciéndole retroceder más y más, hasta llegar a un extremo de la casa donde perdía de vista la entrada principal.
En el interior de la casa, las asistentes trabajaban en las cocinas cuando media docena de ratas surgió de las alcantarillas y drenajes de los patios traseros, unas se adentraron a la casa y otras hacia ellas, azarándolas con su presencia humilde y silenciosa de roedor. Los calderos cayeron al suelo en un estrépito, cristales fueron rotos y los hombres asistentes de la casa les acompañaban con gritos y saltos, intentando alejarse de las inocentes criaturas que tan buen papel fungían.
Anya corrió refugiada bajo un paraguas y abrazada por un grueso abrigo de lana aperlada, el bolso medicinal sujeto por la correa bien resguardado por la lluvia, empujó la reja y calle abajo, por Washington, se dirigió en el umbral del día hacia la Casa de Té. La vieron llegar, estaba segura de ello aunque no sabía aún cómo. Al ser recibida por el asistente fue invitada al Salón Posada una vez más, pero la sorpresa del joven fue tal al ver a su jefe, el señor Thomas, que palideció.
—Es una invitada, Joseph. Ven, Anya.
La guio por el pasillo hasta las escaleras principales que habían recorrido en su última visita y tomó el paraguas que había dejado un rastro húmedo por el piso de madera para guardarlo en un bastonero. Abrió para ella la entrada con la caballerosidad que le caracterizaba, la ayudó a despojarse del abrigo y la invitó a hacer lo propio con el gorro; al retirarse éste último, una cascada de ondas castañas cayó en su cintura como la más lozana, embelesándolo se olvidó hasta de cómo hablarle.
—¿Tiene mi guante? —inquirió ella, ayudándole a salir de ese estado mental atrofiado. Anya, aunque seguía pensando que todo hombre que se sentía atraído por ella era de alguna forma bobo, se sonrojó y aventuró a iniciar la conversación, allí en el umbral de la casa.
—Sí, claro. ¿Lo quieres de regreso? —Ella sacudió sus ondulados cabellos que magreábanle las sienes, ocultando su cicatriz—. Perdón —su voz cambió—, de verdad lamento si te he causado algún importuno al llegar a tu casa sin dar aviso previo, o sin solicitarlo. No era mi intención.
—Lo sé.
—¿Quieres pasar? —recordó al fin, señalando el interior de la sala de recepción, volviendo a sonreír. Ella se deslizó por el piso con la agilidad de una pluma, las manos siempre unidas en su regazo, sin apartar esa mirada castaña de su rostro. Había algo allí. La llevó hasta la misma sala donde había encontrado a los niños en su última visita
—Señor Collingwood…
—Dime Thomas.
—Señor Thomas —él rio, al escuchar tanta propiedad de su parte—, ¿qué es éste lugar? ¿Qué es usted para los niños?
—Ésta es la Casa Collingwood para niños refugiados de guerra. Viajamos con la guerra para buscar a aquellos niños que son dados por perdidos a las garras de la muerte, y les salvamos, les damos un hogar, una familia y un nuevo comienzo.