CAPÍTULO VEINTITRÉS:
Calmada tormenta en una noche de disculpas
Comenzaba a caer aguanieve ocasional, los caminos principales, tal como la avenida Lions, recibían ya mantenimiento preventivo al invierno inminente, las noches volvíanse álgidas y largas las horas. Anya resentía la soledad de la migración y el letargo animal que trae consigo el invierno en esas tierras tan al norte, sus piernas adolecían con el frío y era prudente cubrirse con calentadores hasta media pierna, de ser posible, omitir los vestidos y faldas.
Pero una noche en que no se puede esperar visita más tarde de las ocho, Anya se retiró temprano y calzó el camisón de tirantes de dormir y el calentador para las piernas, y se acomodó en sus almohadones para ver el techado de su recámara en medio de la penumbra.
Aquel silencio, aquella armonía, aquella nada, fue interrumpida por el llamado de Ange. Su disculpaba y entrometía a la recámara, anunciando al señor Edevane. Anya se incorporó y calzó la franela y las zapatillas para andar en casa. En la pequeña sala de invitados contigua, esperaba un señor Edevane con el cabello blondo empapado y desarreglado, la nariz y las mejillas irritadas, el cobalto de sus ojos desbordándose por la ansiedad. La miró, su pupila se contrajo y corrió para arrodillarse a sus pies y abrazarle la cintura.
—Perdóname, perdóname, te lo ruego. Soy un tonto, soy un idiota por dejarme dominar por estos sentimientos de recelo hacia el mundo, hacia los hombres que te ven con adoración en la calle, hacia los niños que quisieran tener tus atenciones y hacia los árboles que tienes la dicha de recibir tu amor, ¿por qué, mi Anya, no puedo yo merecer lo mismo? ¡Ah!, no importa eso, con lo que quieras darme me basta —exclamó, poniéndose en pie y tomando esas manos pequeñas y frías entre las suyas, humedeciéndolas con besos y agua lluvia—. He sido un tonto, lo reafirmo, y te doy toda la razón, no puedo más que admitirlo y declarar que, de ahora en más, lo que desees hacer estará bien para éstos mis ojos que te ven con adoración, mi amada Anya. Solo puedo pedir, solicitar, y rogar a cambio, tu perdón.
La rudeza de la declaración y la hora de la misma, causaron conmoción grande en la joven, pero ésta, con soberbia sabiduría, tomó el rostro de su novio entre sus manos, haciéndole dichoso y respondió con un beso.
—Deje que le seque, o agravará.
Con ésta esquiva aceptación de sus disculpas, Edevane sonrió alegre y se sentó en el diván más cercano al tiempo que Ange acercábase con toallas que su señora tomó en sus manos y empleó para secar los cabellos blondos del joven Directivo. Se dejó quitar el saco de trabajo, que aún portaba, y la pañoleta también empapada. Al hacer esto último, Anya tuvo un pequeño vistazo de su pecho firme y unos vellos dorados que se asomaban debajo de la camisa de rayón.
Edevane tomó esas manos que descansaban en su pecho y las extendió hasta rodear su cuello, acercándose con acecho a la joven hasta hacerse de su boca en un beso distinto a los anteriores, uno lascivo y lujurioso, donde no contuvo sus manos de acercar esas caderas jóvenes hasta su regazo y presionar la cintura estrecha contra sí, para tener un roce de los senos erectos contra su torso. Aún con éstos los roces y con éstas las ligeras ropas, al dejar un trecho para respirar, la joven Anya lucía serena, como si aquella muestra de pasión hubiese sido un compromiso más que cumplir, como si no hubiese estado presente.
—Perdóname, me dejé guiar por el instinto. —La dejó con lentitud sobre el diván una vez más, dando cuenta de la privacidad que la asistente había brindado al salir—. Mejor será marcharme ya y dejarte descansar. Hasta mañana.
Anya lo miró salir de sus dominios en silencio, deseando comprender ella misma porqué no podía, como cualquier otra mujer, sentir un arrebato de pasión por un hombre como Edevane. Más no encontró contestación alguna, solo el rugir de la calmada tormenta que agolpaba contra los cristales de su ventana.