Donde termina la vida

CAPÍTULO VEINTICUATRO

CAPÍTULO VEINTICUATRO:

La libertad que llega y sobre los importunios de una tercera visita a los niños

 

Había esperado sendas horas a que escampara la tormenta, impaciente en un diván de la sala de música, y cuando el cielo le respondía con una sonrisa amarilla, al fin, brincó de su reposo para acomodarse en el abrigo y la bufanda.

—¡¿Quiere que vaya con usted, Anya?! —gritó Ange, desde el umbral, angustiada de ver a su señora, tan frágil y enfermiza, salir sola a la calle.

—¡No, Ange, estaré bien!

Al cerrar la puerta de la casa, Ange suspiró con temor e hizo una plegaria a la Providencia para que su señora no estuviese en peligro esa tarde. Cuando terminaba su rezo, las manos masculinas rodeábanle la cintura con picardía y envolvían su torso en un abrazo.

—Entonces, estamos solos por fin, ¿quieres hacer algo? —susurró la voz del chauffeur, arrancando risas juguetonas de la asistente de cámara. Subieron con prisas hacia las estancias de invitados, y se hicieron de ellas hasta muy entrada la tarde, cuando recibieron un mensaje de alerta de parte de un mozo.

Anya andaba con paso alegre por la banqueta de la calle Washington, sentíase vivir en una de sus pinturas, flotando entre las acuarelas de la maravillosa vida y riendo entre los charcos de óleo en esa espléndida ciudad que tanto le había dado. Cruzó la calle hasta la acera de la Casa de Té, la recibió Joseph y fue en dirección de las escalinatas finales. Se abrieron las puertas a ella, y el señor Simo la recibía con una no sonrisa.

—Su abrigo y su paraguas —musitó con esa profunda voz. Anya se deshizo de sus prendas y él las acomodó en el perchero, reparó ella en su sencillo vestir de jersey y pantalón de cachemira, las botas de cuero y lo limpio de sus manos en ésta ocasión.

La intimidante mirada que el señor Simo dióle a continuación parecía ser suficiente para intimidar a cualquier señorita, pero a ella, solo la hizo sonreír.

—¿Se ríe usted de mí? —inquirió ofendido el señor Simo.

—No lo haría nunca, es que la forma de sus ojos es muy bonita.

La amable contestación no hizo sino enfurecer al moreno, y éste, dando por terminada la conversación, caminó hasta el piso tercero, con ella siguiéndole como lapa. Al convidarla, con un gesto, a entrar en el santuario de las mariposas, Anya le agradeció con más gentileza, pero el señor Simo resignóse a marchar e ignorar a la joven.

Al centro del mariposario, los niños sentábanse en un círculo sobre el pasto, con el señor Thomas y la señorita Avery Olson a su lado derecho, al izquierdo, un joven que rondaba su misma edad, de aires europeos. La vieron husmear con medio cuerpo dentro de la red, y los niños se pusieron en pie de un brinco y corrieron a recibirla cuando cruzaba ya hacia el interior. Las mariposas, como era de esperarse, revolotearon alrededor y formaron un torbellino circular sobre su cabeza.

—Se los dije —susurró el señor Thomas a sus dos acompañantes, que, boquiabiertos, miraban el espectáculo que brindaban las mariposas.

—¡Anya! ¡Anya! —gritaban los niños al abrazarla de uno en uno y besar sus mejillas de porcelana.

—¿Por qué no habías venido? Estábamos preocupados.

—No me era posible, tenía visita médica.

—Mi oruga murió anoche, Anya.

—Lamento escucharlo, Amibarak.

—Tengo una nueva muñeca, Anya, mira.

—Es muy bonita, Ari.

—Está bien, niños, ¿qué tal si dejan respirar a Anya un poco? —intervino el señor Thomas, y al tener el espacio deseado añadió: —Así está mejor.

—Hola, señor Thomas, señorita Avery.

—Hola, Anya, es bueno verte por aquí. Te presento a mi hermano menor, Lucas Martín.

—Un placer —respondió el joven con un marcado acento de Asturias.

—Mucho gusto, señor Martín, soy Anyaskiev Diveth.

—Creí que sería Kosthof —añadió el joven español.

—El General me brindó su protección, como el señor George a ustedes, pero no llevo su nombre, sino el del río junto al cual me crie: Diveth.

—¿Y Viroshky? —inquirió el señor Thomas, curioso.

—La ciudad.

—¿Qué hay de sus padres? ¿Ellos no le brindaron su apellido? —Ante el silencio y rubor de Anya, el señor Thomas volvió a sonreír y a quitar rigidez al asunto con una orden a los niños: A tomar té y galletas. Con la alegría propia de la infancia, salieron pitando bajo el cuidado de los dos hermanos menores y tanto el señor de la casa como la invitada, permanecieron de pie en el mariposario.

—Lamento si mi pregunta te ha importunado, temo que cada vez cometo más errores de ese tipo. Algo inusual en mí.

—No hay cuidado. —Con esto dicho, una mariposa posó sus patas sobre el hombro de Anya y ésta acercó su dedo para que caminara sobre él. Al tenerla frente a su rostro, voló, y los ojos del señor Thomas tomaron el centro de su atención.




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