Donde termina la vida

CAPÍTULO VEINTICINCO

CAPÍTULO VEINTICINCO:

La discusión de Edevane y Collingwood

 

Las voces llegaban lejanas y distorsionadas, con la lentitud de un continente, se volvieron comprensibles y Anya pudo saber que eran vocecillas infantiles.

—Pícale la nariz, siempre funciona con Lucas.

—¡Hazlo tú! —replicó otro.

—Cobarde.

—¡No lo soy!

—Entonces hazlo.

—Bien…

—¡Shh!, está despertando…

—No te rías, Ari, silencio.

—Lo lamento.

Anya elevó sus pestañas un poco, y media docena de ojos infantiles le miraban a menos de veinte centímetros de su rostro. Su cuerpo estaba hecho un manojo de dolor y cansancio, se había golpeado la cabeza con fuerza y sus músculos se contrajeron con violencia al comenzar el ataque, no tenía fuerza apenas, pero se sentía dichosa de estar rodeada de esos niños.

—Anya, Anya, despierta…

Separó sus pestañas por completo y los niños rieron, esas risitas le supieron a felicidad y fortaleza. Las manitas le presionaban las manos y acariciaban sus ondas castañas con cuidado, aunque lo que hacían era enredárselo más y darle tirones.

—¡Está despierta!

—No grites, Arianna —reprochó Carim, con su firmeza de líder. Volvió su atención a Anya con más gentileza—. ¿Cómo te sientes, grandulona?

—¿Qué hacen aquí? —Con su autoritaria voz, el señor Simo entró en la estancia cargando una bandeja con algo de agua vitaminada y bocadillos energizantes, los niños salieron hechos un despiste y le dejaron solo. Depositó la bandeja en la mesita contigua a la cama de madera—. ¿Tiene sed?

Anya asintió, demasiado cansada como para responder. El señor Simo tomó la jarra y vertió agua en el vaso, luego, acercó su ancha mano hacia el rostro de Anya, le apartó el cabello con suma gentileza y uno de sus pulgares aprovechó a acariciar su mejilla cuando le brindaba apoyo para elevar su nuca. Le dio de beber y le envolvió con la sábana otra vez. Anya se quedó dormida, y al contemplarla, el señor Simo se sintió culpable por ser tan grosero con una criatura tan inocente como aquella.

El señor Edevane terminaba una difícil tarde de trabajo en la oficina, con noticias poco agradables de parte de los frentes del este y sur. El General, con una extensa carta para él, y otra aún más para su hija, explicaba la situación más a detalle y de forma extraoficial, dejándole en claro que mientras más pronto tomara bajo su protección a Anyaskiev sería más ventajoso: Las líneas enemigas avanzaban a pasos de gigante.

Se colgaba el abrigo sobre los hombros y era recibido con un paraguas en la salida, en espera del momento más glorioso e importante de su día: ver a Anya, cuando uno de sus subordinados le interrumpía con un importante mensaje de parte de la casa de la avenida Lions. Al abrir la nota, la letra femenina de Ange le avisaba del ataque que la señora había tenido veinte minutos antes. El sitio donde esto había llevádose acabo le desagradaba tanto como el suceso. Subió al vehículo asignado a su transporte y dio órdenes al chófer de llevarle a la Casa de Té.

Anya volvía a despertar, ésta vez con la mano tibia de una joven sosteniendo la suya. Avery advirtió la presencia de la enferma y sonrió, dándole una calurosa bienvenida a la recua de los vivos. La ayudó a incorporarse.

—¿Qué pasó? —inquirió, al repasar los sucesos y darse cuenta que lo último que recordaba era a su madre dándole la bienvenida a casa.

—Caíste al suelo muy fuerte, Lucas no te pudo detener —enserió la joven polaca, compartiendo un toque de angustia con ella.

—Avery —llamó desde la puerta el señor Thomas, usando aún su suéter marino—, Lucas necesita tu ayuda en la sala de juegos.

La rubia no respondió, pero antes de marcharse le dejó a Anya un beso en la frente perlada por el sudor, y se marchó a cumplir con la tarea. En la estancia deliciosamente decorada con tapices floreados y divanes antiguos, el señor Thomas se internó y tomó el lugar en la silla que Avery ocupaba.

—¿Cómo te sientes?

—Cansada.

—Es normal…

—Lo sé —interrumpió Anya, incorporándose. Miró con profundidad hacia las arrugas de las sábanas que la envolvían e hizo con sus manos puños sobre la tela, al darse cuenta que un solo ataque podría significar el principio de un fin, y ese principio había llegado.

—Anya, necesito que me digas de qué padeces.

El señor Thomas la tomaba de la muñeca, que estaba rígida por la fuerza del puño, y la acarició con sus pulgares hasta que se suavizó. Ella se volvió hacia él, los espejuelos castaños cristalizados por las lágrimas, las pestañas rizadas enmarcando esos ojos como dos obras de arte. Pero no dijo nada.

—Anya, yo…




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