Donde termina la vida

CAPÍTULO VEINTISÉIS

CAPÍTULO VEINTISÉIS:

Continuación y desenlace del anterior

 

Dmitri palideció al verla presente, escuchando todo, y supuso que Collingwood le había empujado a decir aquello con intenciones de que ella escuchase, y no al contrario. Intentó explicarse, acercándose a ella, tomando una de sus muñecas y bajando el tono de su altisonante voz.

—No, dijo que el General no estaría para protegerme, eso dijo, yo lo escuché. Dijo que… Qué él me confió a usted. ¿Le contó antes de marcharse?

—Anya, querida…

—¡Contésteme! —Por primera vez, Anya alzaba el tono de voz y desbordaba en llanto—. ¡¿Le contó todo?!

—Sí, Anya, todo.

—¿Con qué derecho cree usted que puede entrometerse en mi vida y manipularme a su conveniencia? ¿Cómo piensa que se puede querer a una persona controlando su entorno? Yo no le pertenezco, no soy suya ni de nadie, soy mía y yo decido cómo vivir, o cómo morir. Usted… Usted…

—¿Anya? —interpeló el señor Thomas, pero ella se aferraba al barandal de la escalera soltando un soliloquio apasionado que llevaba a Edevane hasta un punto de desesperación.

—Usted no tiene derecho… a hablar de mí como si fuese un objeto, usted no sabe amar…

—Anya, no sabes lo que dices, yo te amo, mi Anya… —desesperó Dmitri, acercándose para intentar tomar esas manos frías entre las suyas, pero ella retrocedió y se las arrebató con enfado.

—No, eso no es amor, porque amor no es poseer, y usted, señor, quiere poseerme y todo lo que soy y lo que tengo, lo quiere para usted…

—¿Cómo no voy a querer todo para mí, Anya, si usted es una fuente de vida y de alegría a la mía tan fría y meticulosa…?

—¿Eso… Eso cómo lo resuelvo yo? Yo no tengo la culpa… de ello…

—¿…cómo no amarla, cómo no quererla, Anya? ¿No se da cuenta de verdad de lo que causa en las personas, en los hombres como yo?

—No… No quiero escucharlo más…

—Es culpa suya por suscitar estas pasiones en mí…

—¿Es mi culpa que usted no tenga dominio propio? ¿Es… mi culpa que… no pueda amar sin interés?

—Por favor, Anya, entiende, mi único interés es tu bienestar y seguridad. Ahora que el General está ausente…

—¡Basta! ¡Ya! No más… por favor…

—¡Dmitri, detente! ¿No ves que no está bien? —intervino el señor Thomas, acercándose para abrazarse el cuello con uno de los brazos de Anya, antes de que ésta se desplomase sin fuerzas en su regazo. Cargó sus piernas y subió para regresarla a la habitación que habíanle asignado, tomó su pulsó y notó lo acelerado del mismo.

—Llama a Emily, es urgente. —Ordenó a Chane, y éste salió de prisa con un asentimiento. Una joven de rasgos hindúes y aire silencioso se acercó con un trasto con agua fría y compresas para intentar normalizar la tan elevada temperatura de la joven. Su frente perlada y respirar dificultoso le hacían pensar que moriría en cualquier momento, y con temor, sostenía su mano, esperando el momento propicio para actuar, ya que si lo hacía muy pronto, sería un riesgo para ella—. Nijaa —susurró a la adolescente de largos cabellos negros—, ¿podrías hacer algo mientras viene Emily? ¿Tienes tus hierbas?

—Sí, señor Thomas. Voy por ellas.

Se marchó la joven y él tomó su lugar, haciéndose hacia atrás las mangas de su suéter marino para hacer el cambio en las compresas. Anya comenzaba a temblar, ¿qué estaba pasándole? Le dificultaba respirar y a cada exhalación emitía un sonido peligroso. Thomas estaba cada vez más asustado y temeroso.

En el umbral, Edevane se acercó y lo vio sujetando las compresas, y a su novia, o exnovia, con sus ojos cerrados, empapada en sudor, temblando bajo las sábanas. Un empujón lo hizo reaccionar, y cuando notó, una joven pasó a su lado con un pequeño trasto de arcilla que parecía ser un hornillo, y una caja de madera con hierbas. Rápidamente la joven encendió un fuego en el hornillo, echó aceites, hierbas y los mezcló, se hizo una melcocha que comenzó a hervir, y al generarse el humo y el olor, ella se levantó y cerró la puerta en sus narices, dejándole fuera de la escena.

Diez minutos más tarde, que parecieron inmortales, una joven con vestimentas médicas y un pequeño maletín se adentraban en la habitación, pero la puerta volvía a cerrarse a su frente. Frustrado, comenzó a caminar de un sitio a otro del pasillo, hasta que el moreno que lo había arrinconado en el vestíbulo le indicó con amabilidad que podía esperar en la sala, había un té calmante esperándolo y calefacción más adecuada. De mala gana, Edevane aceptó.

En el interior de la estancia, Emily Morris retiraba de la frente y pechos de Anya las bizmas que la joven Nijaa había colocado para controlar la elevada fiebre y problemas respiratorios de Anya, logrando un avance decente, más no suficiente. Emily, rápidamente tomó su presión arterial y pulso mientras el señor Thomas hacía una glicemia, escuchó el anormal soplo de sus pulmones con el fonendoscopio y armó una sarta de preguntas que ni Thomas supo responder, ni Edevane con mucha claridad.




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