CAPÍTULO VEINTIOCHO:
Sobre lo que Anya ve en su inconciencia y su despertar
Su madre volvió a fuyirla de su abrazo en las lindes del bosque, abría los ojos, y ella se le derretía en los brazos como la arena en la playa de sus dedos. Sintióse vacía de nuevo, abandonada, y sola. El bosque colapsó en su centro y se desvaneció sobre su mollera, rompiéndose la memoria en pedazos finos que caían en una obscuridad infinita. Se vio encontró al medio de la obscuridad absoluta.
—Nijaa… —hizo eco la obscuridad, ansiándola de encontrar el origen y significado de aquella palabra. Mas palabras parecieron ser recibidas, rotas e incompletas llegaron, empero su mente logró organizarlas luego de suficiente meditación—, ¿podrías hacer algo mientras viene Emily? ¿Tienes tus hierbas?
—Sí, señor Thomas. Voy por ellas.
Giró sobre su eje y allí, en medio de la obscuridad se vio a sí misma en la cama donde había despertádose antes, se notó pálida, sudorosa y temblante, supo reconocer de inmediato que estaba al borde de un colapso, y que debían salvarla, pero, ¿quién?
Como si aquellos granos de arena que se habían derretido se suspendieran y le dieran forma a un lado de la cama, el señor Thomas apareció en medio de la obscuridad también. Solo entonces, Anya sintió algo de temor.
El señor Thomas se quedó solo en la habitación mientras el señor Edevane miraba desde otro extremo obscuro de ese lugar extraño a por demás, atañendo a lo que el hombre junto a la cama hacía: cambiarle las compresas y dedicarle muchas palabras en una voz tan baja que solo ella pudo escuchar, y ver, a su lado, arrodillada y a la vez, acostada en la cama.
—Sé que me escuchas, Anya, por favor, resiste. Todo estará bien, lo prometo.
En ese momento, los granos de arena revolotearon y coligieron hasta dar forma a una joven que cruzaba frente al señor Edevane, cargando con un hornillo de arcilla y una caja de madera. El olor le llegó a los sentidos. Aún estaba viva, de eso estaba segura.
—Anya —volvió su atención hacia él, creyendo que le hablaba a ella, la que le miraba arrodillada a su lado, y no a la enfermiza en la cama—, he esperado tanto para encontrarte —susurró, tan bajo que solo ella pudo escucharle, más en aquel lugar oscuro, su voz era como el retumbar de las trompetas anunciando la venida.
Se sintió ser tirada de la cintura, y cayó de espaldas al suelo, alejándose de la habitación mientras la señorita Emily llegaba y comenzaba a tomar sus signos vitales. Anya no pudo continuar viendo qué ocurría allí en esa recámara, fue lanzada a mucha longitud de allí, hasta que cayó inerte e indolora, púsose en pie, pero aquellos pies se desprendían como granos de arena y se retorcían en su centro mismo hasta reformarla.
Una preciosa yegua briosa de azabache pelaje y ojos negros tomó su lugar, relinchando y bufando ante la confusión de no saber qué era todo aquello que le acontecía, de una sola cosa estaba segura: sentíase libre y poderosa. Bajo éste adrenalínico impulso, la yegua echó a correr hacia la obscuridad, sin miedo ya, hasta que el suelo se hundió bajos su pies, y las arenas de la playa eran marcadas con sus pezuñas, y la obscuridad quedaba atrás para recorrer el ocaso congelado en aquella cálida playa.
Se detuvo de súbito al ver a una mujer plantada con temple amable en su camino, y cayó al suelo, apoyada de manos y piernas, de nuevo siendo ella. Se incorporó, empapada por el mar del océano que habíale mojado el camisón. La mujer le parecía conocida, gentil y cariñosa, esto solo con estar a un palmo de su sitio.
—Debes estar confundida.
—Puedo intentar suponer qué está pasando.
—Entonces adelante, quiero escucharlo. —La mujer se giró hacia el ocaso que no avanzaba ni retrocedía, donde las olas continuaban su vaivén en ese elíseo tris.
—En este momento, podría estar soñando contigo y conmigo, no sería nada nuevo para mí. Sería lo más lógico pensar que la fiebre y mi enfermedad liberan químicos en mi cerebro que me llevan a éstos delirios como un mecanismo de defensa ante la inminente muerte. Pero quiero creer algo más.
—¿Qué quieres creer?
—Que esto es la Eternidad, y ambas estamos lejos del mundo material y físico.
—Eso crees.
—Eso me gustaría creer. No es la primera vez que estoy aquí, ¿no es verdad?
—Es la verdad. Camina conmigo.
Así lo hicieron las dos mujeres, caminaron durante horas por aquella playa, sin que ninguna tuviese la necesidad de hablar o romper aquella silenciosa paz. El agua de las olas les besaba los pies, mientras el viento les secaba las ropas y los cabellos, Anya sentíase cada vez más viva. Al detenerse frente a una roca alta como ella misma, colocó su mano sobre el frío mineral y se dio cuenta que era una mano más pequeña, era una niña. Habían caminado hacia la infancia.
La mujer, a su lado, también tenía cinco o seis años de edad, y el sol comenzaba por fin a avanzar. Ambas giraron a verse de frente, en aquella gran roca que les impedía el paso.