Donde termina la vida

CAPÍTULO VEINTINUEVE

CAPÍTULO VEINTINUEVE:

El primer día bajo los cuidados de los Collingwood, la señorita Emily y Nijaa, y la irrupción del señor Edevane

 

Habían aparecido sendos moretes en sus brazos, piernas y uno en su cadera, no solo a causa de los golpes recibidos con la caída, había una razón más. Por esto Emily Morris tomó muestras de sangre y las llevó al laboratorio, bajo orden del doctor de Anya. Los resultados también los conocería solo el mismo. La asistente médica explicó los nuevos horarios y dosis dictadas por su médico, los cuidados y el reposo necesario.

Estaba cansada y débil, pero la joven hindú, Nijaa Collingwood le llevaba platillos cargados con proteínas y energizantes, bebidas naturales para apresurar su curación. Aunque no mejoraba su salud, sí su calidad de día, al brindarle energías y buen ánimo. La voz de la joven era apenas audible cuando estaba frente a otros, pero al coloquio, solas, en la recámara, Anya escuchaba el rasgar suave de sus cuerdas bucales.

Aquella chica delgada de diecinueve años, de ojos anchos y mirada vacía, necesita de amor y escucha, se presentó como Nijaa. ¿Su apellido? Las personas como ella no tenía derecho a uno en su nación, porque era una dalits, y no era mejor que la basura en la calle. Era una prostituta desde los trece años.

Un buen día, alguien decidió que era un objetivo valioso el puerto de su ciudad, y otro día aún más bueno para ella, fue cuando una de las bombas acabó con la casa de prostitución a la cual pertenecía. Nijaa murió, o casi lo hizo. Se desabrochó la camisa y le mostró las cicatrices de la metralla que la desangró. Entonces, Anya se desabrochó el camisón, y aunque reveló sus pechos, igualó la confianza de la chica al contarle del disparo en sus costillas.

El señor Thomas era su padre y hermano, el señor Chane, el joven Lucas y la joven Avery sus hermanos, el señor George un abuelo, y los demás niños su responsabilidad. Esa chica no creía merecer siquiera, el honor de tener una familia propia, pero podía cuidar de la de otras personas que sí lo merecían, como aquel buen hombre de mirada esmeralda y sonrisa constante que la salvó de la muerte en vida.

Nijaa Collingwood no era nadie antes. Anya supo, que ella misma tenía buena fortuna, porque al menos, tenía los buenos recuerdos de una familia que le brindó amor y protección.

Allí estaban esos moretones que no se irían en unas semanas, sus huesos parecían de papel, frágiles, y las manos con tan poca fuerza. Sujetándose de las paredes, reptó hasta el baño de azulejos blancos y se sentó en el borde de la tina, abrió el agua fría y esperó con paciencia a que se llenara. Ató el cabello como pudo, con una cinta para las cortinas que encontró por allí, y se dejó deslizar dentro de la congelante agua.

El gélido le engarrotó los músculos, pero sintió alivio en las piernas y en los morados brazos, comenzó a temblar. Unos minutos le parecieron suficientes, y aunque sentía cierto ardor por el frío, el dolor no era comparable con el que había soportado en las piernas minutos antes. Ahora solo quería descansar hasta la tarde.

Hizo el camino en retroceso: trepando al borde de la tina, intentando fallidamente cubrirse con una toalla que estaba muy lejana. Se apoyó en el váter entonces, y logró al fin sacar la toalla del estante, otras dos cayeron al suelo por inercia. Púsose en pie y quiso envolverse en la toalla hasta llegar a su camisón, pero olvidó soportarse de nuevo en el váter, con inminencia se precipitó hasta el suelo embaldosado.

La sujetaron. Una mano en su cintura, entre tela y piel, otra cruzándole desde el brazo izquierdo hasta el hombro derecho, aprisionándole el pecho. No tuvo que ver para saber de quién se trataba, su cuerpo se tensó al instante del contacto. La irguió apoyada contra su torso.

—¿Estás bien? —Sintió el rozar de su aliento en sobre su nuca, y el estremecimiento de la cercana voz. Anya enmudeció.

El señor Thomas no esperó respuesta, sabía por la rigidez de ella que debía estar asustada y avergonzada de su desnudez, aunque a él cosa no podría importarle menos. No era la primera vez que ayudaba a una persona herida, desnuda, y menos a una mujer. El verdadero problema era lo que esa mujer causaba en él. Se vio en peligro de ceder a sus deseos carnales.

La terminó de abrigar con la toalla, aún asido de su hombro, luego la cargó en sus brazos y ella escondió su rostro en su hombro, hasta que estuvo en el lecho y pudo cubrirse con las sábanas y edredones. Se alisó el chaleco y las mangas de la camisa, nervioso y rubicundo, sin poder mirarla a los ojos.

Anyaskiev, abrazada a las sábanas con vergüenza, se atrevió a elevar sus castaños ojos hasta él. El señor Thomas no sonreía. Se alejó a un cajón de la estancia y tomó de allí unas piezas de ropa que Ange había traído consigo desde la mañana: Un simple camisón de tirantes y cuello pronunciado, junto a un suéter blanco, algo amplio a su ver, y unas bragas. Anya las tomó, y él salió despavorido de allí.




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