CAPÍTULO TREINTA:
El desenlace de una relación indifirente y tierna
—Querida mía, yo…
—Debo detenerle antes de que comience, señor, puesto que mis palabras deben ser escuchadas, y usted reservar las suyas. Por muchos meses ha sido mi apoyo, mi amigo y compañero en ésta nueva vida que debía enfrentar, estaré siempre agradecida por todos sus esfuerzos y la heroica labor que ha hecho para conquistarme. Lo felicito, lo ha logrado, pero también me ha perdido.
»Me ha perdido con su posesividad, con sus celos y su excesivo descuido a mi persona frente a terceros. No soy suya, no soy de nadie, soy solo mía, y el día que usted comparta su vida con alguien, será eso, compartir, no adquirir. Sus celos me asfixian, puesto que no hay amor en la desconfianza: le prometí que sería solo suya, y así era. En cuanto a su descuido…
»Mire a su interior, señor, mire hacia su corazón y cuestiónele con severidad, ¿qué es lo que quiere más: su ego o su felicidad? ¿Qué felicidad encuentra en esas personas que viven de las apariencias? ¿Dónde está la dicha de pretender vivir una vida que no es vida sino ilusión? ¿Cuál es la trascendencia de un traje y una copa cara cuando se ha perdido el amor?
»Si de verdad me ama como dice, sabrá entender esto luego de que termine éste soliloquio, sino, continuará viviendo como antes, y el supuesto dolor que le causa mi rechazo pasará más rápido cuando otra obtenga sus atenciones. Más creo firmemente en usted, porque he visto la bondad de su alma y tengo fe en que buscará la mejor forma de vivir en felicidad cuando yo no esté a su lado.
»Es su turno para hablar, señor, gracias por escucharme por primera vez en todo este tiempo que hemos estado juntos.
El señor Edevane la asió en un abrazo estrecho, hundiendo su rostro en su hombro mientras se sentaba en la cama con dificultad, y lloró como un pequeño niño. Sollozó y derramó todas las lágrimas que en muchos años no había podido liberar: esa vida de privilegios venían con el alto costo de la indiferencia, con una familia que lo veía como números y logros, no como un niño de sentimientos y anhelos. Y allí estaba ella, desarmándole, amándole y dejándose amar como no había podido nadie. Y allí estaba ella, rompiéndole el corazón, ese corazón que le latía por primera vez desde que el niño interior murió.
Le acariciaba desarreglándole los cabellos blondos, y no le importaba, porque era lo que necesitaba, lo que deseaba en ese momento: un poco de amor.
—No quiero dejarte, Anya, quiero estar a tu lado. Por favor, no me apartes de tu lado, te lo ruego, te lo imploro por mi vida. Siendo un amigo, siendo un mozo, siendo un perro a tus pies, déjame quedarme en tu vida.
—No te menosprecies, no te desvanezcas por amor, y aprende a valerte del amor propio. Quiero que te quedes a mi lado hasta el final. —Le miró con severidad, sujetando los lados de su rostro varonil y esculpido—. Pero tienes que aprender a vivir.
—Enséñame.
—Comienza por aprender a tocar antes de entrar.
Le hizo reír, aún con los ojos hinchados y la nariz roja. Le besó las manos con cariño y se puso en pie para ayudarla a recostarse una vez más, envolviéndole las piernas con el edredón.
—¿Cuándo quieres que vuelva? —preguntó, tomando su mano.
—Mañana, el doctor vendrá a las seis.
—Eso es muy temprano para ti.
—No para las pruebas. Ven.
—¿Tenía que ser así para que confiaras en mí? —No había reproche en su voz, solo melancolía.
—Tenía que ver al verdadero Dmitri. Hoy lo que conocido. —Sonrió.
—Te amo, no tienes que contestar a ello, solo quiero que lo sepas.
—Lo sé. Me encargaré de los Collingwood.
—Gracias.
La despidió con un beso en su mejilla y se retiró, no sin antes recomponerse el peinado y el traje, gesto que hizo reír a Anya, ya que Edevane nunca dejaría de ser él. Entraron en su lugar los miembros de la casa Collingwood, curiosos ante la calma con la que el petulante señor Edevane salía y se despedía de los presentes con unas buenas noches educadas. El señor Thomas, sobre los demás, estaba sorprendido de aquel gesto y se adentró con más ansiedad.
—¿Estás bien? ¿No te hizo nada?
—Estoy bien —rio ante la preocupación de éste—. Vendrá mañana a los exámenes, si están bien, me marcharé a casa por la tarde.
—Pero ésta es tu casa, Anya —dijo la señorita Nijaa, abrazando sus manos con cierta timidez.
—Es cierto, puedes quedarte todo el tiempo que desees, seguro que al señor George no le importa, y si le molesta pues que se…
—Cuidado con lo que dices, Avery —advirtió Chane, a su lado.
—Piénsalo, Anya. Eres bienvenida en nuestra casa, lo digo en nombre de mi padre también.