CAPÍTULO TREINTA Y UNO:
Nathaniel y Carim, los hermanos inseparables
—¿Estás seguro de esto?
—Claro que no, pero hay que intentarlo.
—Nos van a castigar.
—No seas agorero, Nat.
Hablaban en susurros, detrás de las puertas del comedor, donde Nijaa y Chane colocaban la mesa con la ayuda de las niñas, Arianna y Lin. El señor Collingwood y el señor Thomas entonces salieron de su estudio y se encaminaron hacia el mismo pasillo donde ellos pesquisaban, al sentirlos venir, corrieron a esconderse en una habitación contigua usada para almacenar materiales escolares y todo lo que necesitaban de forma ocasional.
—…sí, hijo, pero recuerda que al final es su decisión, no tu voluntad.
—Lo tengo muy presente.
—Solo alguien que quiere que lo salven puede ser salvado, Thomas, son las reglas.
—Vale, padre, ni tú ni Gabrielle me permiten olvidarlo…
Así se alejaron las voces de su sitio, y le siguieron Lucas y Avery que entrambos escoltaban a los niños hacia el comedor, unos de buena gana, otros refunfuñando.
—¿Dónde están Carim y Nat? Pensé que estaban aquí.
—No, yo creía que estaban con ustedes —respondió Chane, y los dos niños se carcajearon en silencio, de nuevo en la rendija de las puertas.
—Estarán con la señorita Anya —sugirió Nijaa.
—Recién vengo de verla, está dormida.
Los adultos, que habían compartido gran parte de la infancia de los niños, supieron que aquello significaba una sola cosa: estaban tramando algo. Las puertas que daban al comedor se cerraron de presto, y fueron atrancadas con unas sillas. El señor Collingwood y Thomas se apresuraron a hacer el esfuerzo de darles fuertes toques.
—¡Carim, Nathaniel, ésta vez sí que estarán tan castigados que ni el mismo Creador en persona les va a poder salvar! —vociferó con voz autoritaria el señor Thomas.
Los niños ya corrían hasta la salida de los anexos y llegaron a la casa donde estaba Anya alojada, ésta dormía sin enterarse de nada, hasta que escuchó el fuerte ladrido que resonó en la sala, las pisadas, las garras resbalando en el piso y las risas infantiles por la travesura realizada.
La joven se erigió en su lecho, y sintiéndose salutífera luego del luengo descanso, se dispuso a descubrir la causa de aquella conmoción. Con la mera acción de abrir una hendidura en la puerta, lo descubrió. Los niños, uno reía con gracia, y el otro refunfuñaba órdenes y pesiaba las malas suertes de ambos, las patas del gran animal intentaban caminar con decencia sobre aquel lustroso piso, rayándolo y llevándole al suelo en cada intento, repasando la sala y el pasillo, el comedor y la cocina con agua de lluvia, lodo y olor a perro mojado.
El galgo medía un metro de alto, y más parecía un caballo pequeño para los niños, que un can de raza crecida. El pequeño Carim se detuvo al pie de la escalera, dándole la espalda mientras sujetaba la cola del animal, y Nathaniel, que la tenía de frente se detuvo lívido y renunció a abrazarse al cuello del galgo.
—¡Eh!, ¿qué haces, meco? ¡Agárralo, agárralo…! —intentó reprimirle el mayor, trasudando por el esfuerzo de mantener aquel inofensivo rabo en un sitio. Anyaskiev sonrió detrás de él, y dejó caer sus párpados un segundo mientras se sujetaba del barandal. El galgo sintió su presencia y atendió a sus órdenes, girándose en su sitio y echando el rabo al suelo con obediencia. Carim, que tanta fuerza hacía en ese momento, cayó de panza junto al perro, púsose en pie, colorado de ira—. ¡Te estoy salvando, tonto, y me haces caer! ¡Y tú, ¿qué?! —ladró a su alopécico amigo, pero éste pasó saliva por su garganta y señaló a la joven a sus espaldas. El pequeño mandón se giró—. Oh, ho-hola, grandulona…
—Hola, ¿qué están haciendo? —Descendiendo los cuatro escalones resultantes, el galgo se acercó el hocico a una mano, y se hizo acariciar por Anya.
—Solo estábamos… jugando.
—Lo veo. ¿Y éste pequeño?
—Es nuestro —respondió con orgullo el pequeño líder, pero Nat le miró con mala cara.
—No es cierto, no acabamos de hacer entrar. Lo vimos hace rato en la calle y queríamos… ¡Auch!
—¡Se suponía que no dirías nada, meco! —reprochó el amigo, mientras el agredido se acariciaba el brazo que había sídole pellizcado.
—Así que el señor Thomas no sabe nada de esto —respondió ella, algo agotada, sentándose en el último escalón, el vuelo del vestido escondiéndole la decencia y el suéter abrigándole el pecho, más las piernas las llevaba descalzas en contraindicación directa del médico. Sabía que la señorita Emily la regañaría.
—No —admitió Nathaniel, sentándose a su lado. El galgo se echó de panza a sus pies, empapándola con el agua de lluvia y el lodo que recogió en su camino—. ¡Por favor, no le digas nada, Anya!