CAPÍTULO TREINTA Y DOS:
Continuación del anterior, donde se define el futuro de Jaldes, el galgo, y de los traviesos hermanos
El señor Thomas había visto en los años que llevaba a los pequeños terremotos a su cargo, muchas travesuras propias solo de mentes tan geniales e imaginaciones copiosísimas como las de Carim y Nathaniel Collingwood, pero al analizar desde el balcón el charco de lodo en el que se encontraban de pie, la pasarela de fango y rayones por los pasillos del anexo, supo que aquella era por demás una que superaba sus experiencias pasadas.
Lo que terminó de desencajarle, era encontrar a Anyaskiev en las mismas condiciones que los niños: traviesa, rebelde, con las manos en la masa. Boquiabierto caminó hacia los tres, con su señor padre y los demás adultos detrás, analizándolos. A su espalda, Avery soltó una carcajada al percibirles de ese modo también, pero rápidamente tuvo gobierno de su risa, más que por la mirada amenazante de Chane, que por falta de ánimo.
—Esto es inaceptable.
—¡Fue su idea! —gritaron entrambos con la mano en dirección a Anyaskiev.
Ésta, al saberse implicada de forma tan explícita, hirvió en un enojo estéril.
—¡No es cierto!
—¡Claro que sí!
—Son unos traidores —masculló ella.
—¡Suficiente! —El señor Thomas volvía a tomar las riendas de aquella cómica situación, mientras los adultos y el resto de los niños buscaban forma de ubicarse en el balcón para volver a presenciar en el mejor asiento—. Me siento muy decepcionado de ambos, de tantas cosas que han hecho esto ha sobrepasado los límites, jovencitos. ¡Miren el piso! Rayado y sucio, ¿quién creen que lo limpiará? —Los niños señalaron a Anya, y está a los niños—. Ustedes dos. —Carim y Nat se cruzaron de brazos—. Y en cuanto a ésta criatura, saldrá hacia el patio y allí esperará a la guardia nacional para que se lo lleven.
—¡NO! —Y aquel grito provino de los tres protagonistas.
—Esto se está poniendo interesante —bisbiseó el señor Collingwood a la joven Avery que contenía una risa burlona en sus labios, detrás, Chane también elevaba una comisura apenas. El señor anciano, aunque mucho más mayor y experimentado, disfrutaba de aquella escena, conociendo el temperamento de su hijo mejor que nadie, sabía de antemano cómo terminaría aquello.
—Esto no está a discusión, jóvenes, conocen las reglas de la casa.
—Pero —brincó Carim, con una respuesta y gesto explicativos tan maduros que podrían convencer a cualquiera que no le conociese—, en las otras casas no teníamos patio, ni era tan grande. Tampoco hay nadie enfermo.
En aquel momento, Anya soltó un estornudo que hizo salpicar el fango sobre su cabello, y pizcas de éste cayeron a su vez en la ropa del señor Thomas. Ella se coloró de mejillas ante esto, y pidió disculpas.
—Esa es la respuesta que necesitábamos: Anya es sensible al pelo de animales, así que éste chucho, símil de alfana, no puede quedarse.
—Pero —aquella era Anya, con voz tierna—, yo no viviré en ésta casa, por lo tanto el can puede quedarse.
Con aquellas palabras, “no viviré en ésta casa”, algo en el interior del señor Thomas crujió, mientras que en los ojos de los dos niños brillaba la ilusión. Los espectadores se inclinaron para ver mejor desde su sitio.
—Anya —dulcificó su tono, viendo aquellos ojos tan bonitos envueltos en una máscara de lodo—, por favor, regresa a tus estancias a descansar, aún estás débil. Te pido disculpas por semejante embrollo en el que éstos dos diablillos te han metido, no debes seguir enfrentando las consecuencias y…
—Escuche —silenció ella, no solo al señor de la casa, al mandamás y reinante, señor Thomas, sino a los niños, el púlpito y al galgo a sus pies—, si usted deja que se lleven a Jaldes, el galgo, lo llevarán a una horrible jaula con otros cincuenta iguales, y mañana al alba, lo matarán con un disparo en la cabeza, si es que no lo torturan o lo usan para entrenamiento militar antes. ¿Está usted dispuesto a cargar en su conciencia con el sufrimiento de éste indefenso animal? Usted, y solo usted podría evitar que él tuviera tan fatalista final.
El señor Thomas la miró, y no pudo evitar sonreír, porque se miraba tan linda, tan inocente de aquella forma, y esos ojos bonitos, moteados bermellones sobre un fondo almendrado y con una delicada aura negra, centellando para convencerle. ¿Cómo evitar sonreír si sentía el repentino relámpago que le aceleraba el pulso?
—De acuerdo.
La resolución salió como un suspiro de sus labios, y éste suspiro fue el grito de los niños en celebración de la victoria. Los espectadores aplaudieron el fin del acto, los demás niños, beneficiados en la resolución, celebraban unos con discreción, otros con poca. Anya, que sabiendo lo que el mismo can sentía en ese momento, se sintió dichosa de haber logrado hacer algo por alguien más: los niños y Jaldes, el galgo.