CAPÍTULO TREINTA Y TRES:
Las consecuencias de las travesuras de Carim y Nathaniel, y de otros acontecimientos
En una estera al centro de la sala, ya aseado y lustroso el suelo –descontando los rayones causados por las garras del galgo Jaldes– Anyaskiev, así como los niños de la casa, acariciaban el suave y brillante pelo de la nueva mascota. En efecto, aquel animal escondía detrás de capas y capas de lodo y suciedad, una frondosa cabellera amarillenta y negra, que con no poco jabón y agua lograron revivir.
Anya y los dos traviesos fueron enviados a tomar un baño, la una con manzanilla y aceites para evitar enfermarse, y regresaron a tomar la cena los tres solos en el comedor bajo la supervisión del silencioso señor Simo. Yantaron, y nada más tender la servilleta en el plato, los demás niños salieron de detrás de las puertas. Arianna, Lin, Amibarak, Isha y Maibu; los últimos dos, con los que menos había tenido relación se sentían atraídos por la noticia de la nueva mascota y con intenciones de poder conocerlo al fin se acercaron al comedor.
—¿Podemos verlo ya?
—Oigan, oigan, Jaldes, nuestro perro, está tomando una siesta en la casa de Anya, así que hay que pedirle permiso a ella para visitarlo. —La declaración de Carim llegó con gran orgullo y fanfarronería, pero los demás niños seguíanle como sus corderos al pastor.
—¿Podemos verlo, Anya?
Siete pares de ojos se giraron hacia ella. El señor Simo rio al otro extremo del comedor, fue la primera vez que Anya vio al moro sonreírle con amabilidad, y ésta sonrisa se ensanchó cuando ella le devolvió el gesto.
Los ocho niños estaban alrededor de Jaldes, el galgo, y Anya sostenía la cabeza del animal en su regazo, preguntándose porqué no había tenido ya una reacción alérgica a aquel animal. En sucesos anteriores, cuando aún no dejaba de frecuentar el exterior, Anya había tenido una severa reacción alérgica con prurito y urticaria, más un edema leve en las paredes de la garganta. Pero ahora, ni siquiera había estornudado.
Las faldas, dos capas de seda y algodón suave en un tono salmón, estaban desparramadas fuera de la estera, y sus piernas cubiertas por altas calcetas sobresalían a un costado, sus hombros cubiertos por un poncho aperlado dándole un aire inocente y sensual al medio de aquellos ángeles.
—Niños —dijo el señor Thomas, irrumpiendo al pie de la escalera—, es hora de dormir.
El reloj otorgaba con solemnidad la hora de la nocturna, las veintiún horas. El quejido fue parejo: niños, Anya y Jaldes. Simo, supervisándoles, sonrió de nuevo, y ésta anormal alegría en él era percibida por los demás adultos. Nijaa, aquella silenciosa y atenta jovencita era su amiga y había tenido la gentileza de halagarle el repentino buen humor. Simo no era mucho de alegrías, no después de todo lo que vivió de niño.
El hombre que arriaba a los niños con tanta facilidad, que arriesgaba su vida por aquellas criaturas le había otorgado una oportunidad que muchos dieran por tener, y había encontrado en aquel hombre un hermano. Tantas diferencias, pero tantas similitudes al mismo tiempo: Su hermano era alegre y servicial, él era obediente y enseriado; el otro blanco y delgado, él corpulento y moreno; el destino les había dado una misma figura paternal, más un origen distinto.
Los niños le siguieron, y no pudo ver el desagrado del más reciente de todos: Maibu Sami, mayor que los demás con nueve años. No solo sentía entender a aquel iracundo y desafiante niño nigeriano, sino, que sabía que de alguna forma había visto cosas que ninguno de los otros niños podría imaginar. El cáncer de Nat, el incendio de Arianna, el bombardeo de Amibarak, la deformidad de Carim, la explotación laboral de Lin y el accidente de Isha, todo era un juego para lo que aquella alma había atravesado: sicariato.
Lo sabía, él mismo había ayudado a sacarlo de ese sitio. ¿Había visto morir y torturar personas? La pregunta correcta sería a qué edad vio su primera víctima. ¿Habían obligádolo a matar? No lo sabían, pero algo en la mirada de ese pequeño mulato le decía que no, que aún había esperanza en él. Solo había que tener mucha paciencia y amor para con él.
Se apresuró él mismo a ayudar a que Anya se levantara de la estera y se agacho a colocarle las pantuflas, de pronto sentía una necesidad de atenderle y cuidarle. El señor Thomas había notado éstas atenciones mientras advertía a Carim y Nat que hablaría con ellos en el estudio; se acercó a Anya, con el galgo pegado a su costado, casi llegándole a la cintura estrecha.
—Sé que estarás exhausta luego de todo lo que ha pasado hoy pero, ¿me das un minuto antes de que te retires a descansar?
Ella asintió, y Simo, a un lado, se retiró en silencio a custodiar a los niños y a ayudar a Lucas y Avery en esto. Solos, el señor Thomas se sentó a su lado, renovado también: un pantalón de chándal con un suéter blanco y ese suave olor emanando de su piel, olor que ahora que había sido descubierto por Anya, no podía pasar desapercibido.