CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO:
Sobre la relación entre Maibu Sami y Chane Simo
Mientras el señor Thomas y la joven Anyaskiev discutían en la sala, el señor Simo se encaminó hacia la casa grande. La presencia de aquella jovencita le hacía tanto bien, tenía razón Nijaa, se lo admitía a sí mismo: Ella no representaba una amenaza a su familia.
Se disponía a retirarse a sus habitaciones, en la tercera planta, como su hermano Thomas, y el señor Collingwood, pero escuchó al pasar por el pasillo de las recámaras de los niños, un alarido de protesta y el resquebrajar de un cristal. Luego, Lucas, ese chico tan joven y cándido, inexperto al fin pero muy bien dado a los niños, retrocedía de la habitación de Maibu con las manos en alto. Al verlo detenido al medio del pasillo le pidió ayuda.
—No sé qué hice —explicó algo trémulo—, solo le dije que intentara dormir y…
—Está bien, Luke, son niños muy difíciles, pero lo haces bien —le consoló con su voz profunda—. Yo me encargo de él de aquí en delante.
—Pero Thomas me encargó…
—Hablaré con él, puedes irte tranquilo.
—No quiero que pienses que no quiero seguir, quiero, de verdad. No quiero darme por vencido con él, con ninguno, solo… Quiero ayudarlo.
—Lo sé, lo sé. —Al ver la cristalización de los ojos del español y lo rota de su voz al hablar, Chane sintió un encogimiento de su corazón. Era su hermano el que sufría por no poder ayudar a los más pequeños, era lo que deseaba para su vida: Psicología infantil, era para lo que estudiaba. Pero hay cosas que no se aprenden en los libros de texto. Tomo a su hermano menor en un abrazo y le sintió convulsionar en llanto sobre su hombro—. Tranquilo, no es tu culpa, ¿entiendes? Nada de lo que les pasó a éstos niños es tu culpa, nada de lo que te pasó a ti es tu culpa…
Las manos del español el asieron la espalda con fuerza, la misma que imponía en esas lágrimas de dolor, de ira y tristeza por todas las cosas que deseaba cambiar y no podía. Lucas pasó unos minutos sobre el hombro de su hermano, y se retiró de allí en silencio, las mejillas empapadas, la cara roja.
—Gracias —gimoteó—. Iré a ver a Arianna y…
—Vale, hazlo y vete a descansar, Luke.
Volvió a agradecerle y a despedirse con un corto abrazo. Al verlo desaparecer en el pasillo de las habitaciones de los mayores, Chane se encaminó hacia la del pequeño Maibu.
Dio un par de toques y entró. En aquella frívola y simple habitación había todo lo necesario para un niño: una cama cómoda, estanterías, un armario, un bonito escritorio con tres cuadernos y una pluma de tinta, la zapatera de un lado del armario con dos pares colgados en ellos, pero no había allí el calor que una persona daba a su espacio privado.
En la cama, abrazado a sus rodillas, el niño le miraba con odio ciego. Chane reconocía esa mirada, se sentía verse a sí mismo reflejado. Él, que había visto morir a su familia a manos de otros hombres sin humanidad; él, que lo había perdido todo en una edad incluso menor que ese niño; él, que hizo tanto daño al señor Collingwood y su hermano, por esa misma ira, por ese mismo reproche silencioso al destino, a aquellos que le salvaron, por no haberlo hecho antes.
Especuló en el suelo, junto a la alfombra estaban los restos de un vaso de cristal, el que debía tener cada uno de los niños junto a su cama por si tenían sed a media noche y tenían miedo a levantarse. El agua estaba desperdigada por el suelo. Si inclinó a recoger los trozos y a colocarlos en la palma de su mano; salió, fue a la cocina y regresó con periódico, escoba y trapeador. Terminó de recolectar los cristales en silencio, ante la atenta mirada del chico, los envolvió en periódico y limpió el piso. Barrió bajo los muebles por si quedaba algún cristal oculto. Terminó, dejó todo en una cómoda y se sentó en la esquina opuesta de la cama, juntando sus manos en el espacio entre sus rodillas.
—Así que, ¿me vas a decir por qué rompiste ese vaso?
El chico no respondió.
—Vaya, así serán las cosas: alguien te habla y romperás algo. Está bien, si es lo que quieres. Tienes el derecho a estar enojado por todo lo que te ha pasado, Maibu, tienes derecho a romper todo lo que hay en ésta casa, a gritarnos a todos nosotros y llorar todo lo que quieras; pero cuando te canses de eso, tendrás que buscar a alguien. No tienes que seguir luchando para sobrevivir, eso está en el pasado, ahora tienes una nueva vida. Recuerda lo más importante: No es tu culpa nada de lo que te pasó.
La mirada del chico se suavizó un tanto en odio, pero continuaba siendo de recelo y duda, hasta que Simo decidió que era suficiente, y se acercó, sacó del cuello un collar rústico de su país natal: Burundi. Dejó el collar de cuentas de madera sobre la cama, extendido en un óvalo.