CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE:
DONDE SE VIVE EL LUTO POR LA PARTIDA DE ANYA
Un día triste para la familia Collingwood fue aquel en que vieron alejarse a la bella Anyaskiev, cabizbaja y herida, de sus vidas y de su casa. Los niños perdieron el apetito y cualquier interés en sus clases particulares, sus humores se tornaron ariscos y resentidos cuando alguno de los adultos coloquiaba con ellos. La pequeña Arianna orinó en el colchón a la hora de la siesta, Sami atentó contra otro florero, Carim y Nathaniel pelearon más de lo acostumbrado, y todo como una exteriorización de la inconformidad general.
Entre los jóvenes adultos había gran recelo y una espina de molestia que les hacía hablar con poco tacto a los mayores. Lucas sabía que la presencia de Anya era buena para los niños, Avery se sentía complementada al tener a otra chica con ella además de Emely de forma esporádica, Nijaa sentía que había perdido a una amiga con la cual podía charlar. Ninguno de ellos lo mostraba con más transparencia que Chane, quien tuvo la osadía de enfrentar al señor Thomas frente a su padre, y llamarle cobarde por haberla maltratado de tal forma. El señor Thomas no gozaba de la beneficencia de ninguno de sus hermanos.
Con más calma se sentó en su estudio a analizar aquel acertijo antiguo que su esposa había adquirido tiempo atrás. En ese entonces, las piezas móviles del rectángulo formaban una imagen en sus cuatro caras, pero ella decidió repintarlo todo a mano hasta hacer una escala de colores de su preferencia y se lo entregó a él con la esperanza de que lo lograra descifrar. Obviamente, eso nunca ocurrió.
Pero allí estaba el cilindro abierto en su escritorio, el pergamino sobresalía del interior pero sentía tanto miedo de tocarlo y leerlo, como si su esposa reviviera en aquel papel y las palabras que contenía. No podía ser, ella no podía estar hablándole después de más de veinte años de haberla perdido, no después de acostumbrarse a su ausencia y al vacío de su inexistencia.
—Léelo, Thomas, ella lo escribió para ti.
El señor Collingwood se asomaba al estudio y abría la puerta. Se acomodó frente a su hijo y esperó con paciencia a que cobrara aliento y, con temblorosas manos, sujetara el cilindro y extrajera del exterior el escrito antiguo. Lo desenrolló, no medía más de doce pulgadas por seis, la tinta estaba un poco opaca y el papel amarillento. Se leía lo a continuación escrito.
“Letura, letura en ésta vida tan entrópica, mi querido niño-hombre; hombre por condición, niño por la inocencia que albergas en tu corazón.
No me he ido, y ya te extraño. Y sé que aunque tú me tocas y besas en éste talego de holandas y cuitas, me lloras ya como si estuviese en mi elíseo, abrazada por el sol y besada por la gracia.
No desfallezcas ni yerres en la tristeza, porque lejos de esas estaré. ¿Qué también estaré lejos de ti? ¡Oh, mi niño-hombre, estaré.
Estaré en las noches de desvelo, cuando despiertes por habérteme acercado demasía en un sueño. Estaré en nuestros hijos y sus travesuras, cuando su denuendo supere al tuyo e imagines lo que yo haría en tu lugar. Estaré en las lungas horas vacías de tu existencia, allí me encontrarás en el pasar de las fotografías y en aquellas usanzas que no perderás porque “era lo que hacíamos juntos”.
Estaré en sus ojos. Estaré en su risa, en el olor de su cabello y ese gesto de gentileza y espontaneidad. Estaré en lo que te haga sentir, en sus manías y en sus virtudes. Cuando la encuentres, sabrás que he sido yo quien ha venido a ti, una vez más.
Entenderás, algún día, mi niño-hombre, porqué tomé las decisiones que tanto dolor te causaron, te sentirás furibundo contigo y egoísta, pero… Perdónate, porque cambiaría todo este dolor y toda esta pena por esos berrinches y esas manías tan tuyas, con ellas viene el amor que me entregaste.
Siempre tuya, Gabrielle.”
Mientras leía, en el corazón del señor Thomas se derramaba un perfume de emociones que culminaron en sus mejillas. Le pareció escuchar la voz de su amada esposa, verla con la tinta en mano escribiendo esas líneas y esconderlas en el brillante acertijo. Gabrielle, por un tris de tiempo volvió a su lado.
Su señor padre lo afianzó por los hombros, mostrándole empatía y cariño; ante esto, el señor Thomas lloró como un niño en la cadera de su padre, con gemidos y lamentos. Hasta que sintióse mejor, se separó y tomó aire. Se hizo del cilindro y el pergamino, fueron puestos en custodia del padre y luego se escurrió las rojizas mejillas.
—¿Qué harás ahora? —preguntó su padre.
—Tengo que disculparme con ella, antes de que Dmitri ponga esa orden de restricción en mi contra. —Con seguridad y estoicismo—. Ella es mi Gabrielle.
Lo que el señor Thomas no sabía, era que en ese momento, Anyaskiev empacaba una maleta con sus menesteres para un viaje hacia puerto Xicahuatl, dejando la ciudad de Los Cabos al amanecer próximo. Cuando llegó a la casa de la avenida Lions, la encontró clausurada.