CAPÍTULO CUARENTA:
Sobre lo que pasa en una estación de trenes, y los fueguitos
El paisaje, jugoso y pacífico, enriquecía su espíritu. Allí, las gaviotas habían emigrado también, y el aire salado iba acompañado con corrientes frías de invierno; se respiraban inviernos de arena y lluvias congeladas. El puerto vivía, las naves militares se cargaban con provisiones y comandos de bélicos que viajarían al sur del continente en lid.
La ciudad, construida en un val, entre tres grandes montañas que la custodiaban, brillaba al anochecer en que Anya llegó a ella. Se sentía más sola que nunca.
—Anya, es hora de bajar. Llegamos, Anya. ¿Me escucha, Anya? —Ange la llamó varias veces, pero ella no abría sus ojos, estaba como dormida, en posición erecta en su asiento de primera clase. Ange acarició suavemente uno de sus hombros y ella despertó, la miró con extrañez.
—¿Sí?
—¿Está bien? ¿Le duele algo?
—No, ¿por qué? —preguntó, con naturalidad.
—Le hablo y no contesta. No es normal, ¿está bien? —insistió la pelirroja.
—Sí, ¿qué ocurre?
—Llegamos.
—Ah, —indiferente, tomó los guantes de seda y se los puso, luego la bufanda y Ange ayudó con el abrigo—. ¿Sabes qué me dijo Arianna una vez? Me dijo que si no me gustaba donde estuviese, imaginara donde quisiera estar. Y eso hice —explicó, mientras bajaban del tren y se encontraban con el señor Edevane en la planta de abordaje. Había pasado unas horas en el carro de bar, y allí le sorprendió la llegada al puerto—, pero me confundí, tomé otro camino y terminé en un risco.
—¿Cómo pudo haberse confundido si era imaginación?
—Pues eso es porque los fueguitos se interpusieron y me llevaron.
—¿Los fueguitos?
—Sí, los fueguitos.
—¡Anya, Ange! —Giraron, y el señor Edevane estaba a cincuenta metros de ellas, junto al joven Marks. Un par de oficiales de inmigración les detuvieron para una inspección de legalidad, como hacían en esos días para asegurarse de que no viajaran ilegales rebeldes entre los pasajeros. Ellas se quedaron cerca de una banca, esperando.
—Entonces, los fueguitos… —instó Ange, interesada en las alocadas y curiosas conversaciones de su amiga.
—Sí, los fueguitos son… —Distrájose con el pasar de un niño sujetando unos globos de colores, éstos flotaban como por magia, atados con una cuerda de seda. Suspiró, como si viera algo más en ese pequeño—. Los fueguitos somos todos. Eso es la gente, lucecitas brillantes que van y vienen, se encienden y apagan, a veces pronto, a veces tarde; mi fuego se apaga más de prisa, pero no quiero extinguirme. —La miró, algo triste, y cerró sus ojos de nuevo—. Imagino, que soy una estrella, un fueguito en el cielo brillando hasta que me apago de pronto, pero mi luz viaja aún y llega, e inspira a otros a seguir brillando. —La miró con mayor entusiasmo—. Eso, así pensaré de ahora en adelante: mi fueguito iluminará a otros.
Ange la miraba con lágrimas en los ojos, y no pudo imaginarse lo que se sentiría estar en el lugar de una muriente a plazo fijo. Solo sabía lo que sentía, el dolor de saber que moriría su hermana, su amiga y su hija, porque de cierta forma, ella era una niña a la que se debía cuidar. Tantas cosas maravillosas debió hacer ella con su vida, las grandezas para las que estuvo destinada y los milagros que protagonizaría, milagros de amor y vida. Pero nada de eso ocurriría.
—¿Por qué lloras? —Le preguntó Anya, las personas alrededor parecían no darse cuenta de nada—. No llores, aquí estoy, hermana, aquí estoy aún. Pediré un té para ti —le dijo con ternura, y caminó hacia el dispensador de la planta de abordaje en la que se encontraban, pidió un té de manzanilla con canela y lo cargó al nombre del General, colocó su identificación digital y se dirigió hacia Ange.
De nuevo, en un tris, la mariposa monarca se cruzó por su nariz y la siguió con un gesto de cabeza. No era ella, sin embargo, era una ilusión que cobraba vida y la distraía. Un golpe le sacudió el brazo derecho, con el que sostenía la taza de cartón reciclable, ésta cayó al suelo. Creyó que era todo, pero no, el golpe resultó ser una mano afianzada a su brazo, el brazo la hizo girar y encontrarse de frente con el señor Thomas, cubierto con un gabán negro, sombrero de terciopelo y gafas transparentes. Por un tris costóle reconocerle, pero luego las esmeraldas de sus ojos brillaron detrás del cristal y el corazón de Anya dio un brinco de alboroto.
Allí cerca, un quiosco de información se encontraba. El señor Thomas envolvióle la cintura con su mano contraria y la hizo dar un giro brusco para colocarse de espaldas al quiosco, protegiéndose de Ange y el señor Edevane que ya regresaba.