CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO:
De una espada y un zafiro
Cuando el solsticio de invierno pasaba holgado el Puerto, en la ciudad de Los Cabos era un barullo de noticias y controversias que traía consigo confusión y las primeras olas de pánico colectivo: Los trenes se llenaban con rapidez de familias apoderadas que emigraban de primeras y las carreteras eran obstruidas por el tráfico denso; los alimentos escaseando en las despensas y el colapso del sistema de seguridad serían inminentes.
Los ojos esmeraldas del señor Thomas miraban con ansias el cuadro pendiente en la pared de su santuario de reliquias. En sus manos sostenía el acertijo de Gabrielle y el guante de Anya. Asió el último con más vigor y lo llevó a sus labios para olfatearlo y buscar la esencia de una mujer en él.
—¿Interrumpo? —Chane esperaba en el umbral del santuario. El señor Edevane recuperó su postura y devolvió ambos objetos a sus vitrinas conjuntas. Los dos hermanos contemplaron el retrato en silencio, el uno negro como el carbón, el otro símil a un copo de nieve, hermanos al fin—. Recuerdo cuando lo pintaron; el pequeño Tom estaba inquieto…
—Así que el pintor decidió tomar una fotografía y así…
—Terminar el cuadro.
Quedáronse en silencio varios minutos, contemplando a los protagonistas de ese congelado momento. Chane llevó su mano al bolsillo y extrajo de él un boletín informativo de la República. Se lo entregó a su hermano.
—Dicen que avanzan más rápido por el oeste porque han concentrado sus defensas en el sur, pensando que no podrían infiltrarse a los pueblos aledaños; han desplegado todos los comandos de bélicos disponibles para contenerles y obligarles a retroceder, dicen que están teniendo éxito. Yo creo que para finales de enero estarán a kilómetros de Los Cabos, y luego…
—Y luego —interrumpió Collingwood, reacio—, lo que tanto hemos evitado vendrá hacia nosotros.
Ambos hombres tenían rostros oscos y fuertes, no había resquicios de amabilidad en ellos, sino la determinación de hacer lo necesario para proteger a sus familias.
—Llamaré a los inversionistas y patrocinadores, necesitamos sacar a los niños de aquí cuanto antes. Francis puede ayudarnos a encontrar algún buque de abordaje con pasajes de tercera clase al menos.
—¿Y si contactamos a la Regencia?
El señor Thomas volvió su frente hacia la ventana del ático, contemplando la suave sábana blanca que cubría la calle y la ciudad a lo lejos.
—El Gobierno no se ha interesado en proteger a los niños en los buenos tiempos, si es que hubieron buenos tiempos alguna vez, no lo harán ahora.
—No hablo de la Regencia de los hombres, sino de tu gente, Tom.
El misterioso señor Thomas miró entonces hacia una espada protegida por un cristal, éste a su tiempo contaba con inscripciones, o sellos azulados y palabras en idiomas antiguos a la humanidad de esa era. La espada era el objeto más preciado por aquellos sus iguales, sus hermanos de raza.
—¿Ofrecerles la espada a cambio de seguridad? —Negó viendo a su hermano—. Hace veinte años pedía ayuda, obtuve indiferencia de los que debían proveer auxilio. No, Chane, no te confundas, si mi gente quisiera detener esta guerra ya lo habrían hecho.
—Pero hay que hacer lo posible por transportar a los niños, podrías crear un portal… Tu padre…
—¡Basta! —Ese grito sacudió los cristales de las demás vitrinas e hizo tambalear el cuadro colgado en la pared, solo era un atisbo del poder que albergaba Collingwood en su interior—. Mi padre es un anciano y yo… Luego de Sami… Mis energías no son suficientes.
—Creo que Chane tiene razón, hijo. —El señor Collingwood se unía al debate y se aproximaba a ellos con más lentitud de usanza y un leve renquear en la pierna derecha—. O buscamos ayuda o creamos un portal a Estramonio.
—¿Volver a esa ciudad? —preguntó el hijo con disgusto.
—Volver a casa es lo único que nos queda.
Por la ventana del ático, una corneja escuchaba la conversación con interés. Graznó. Con la brisa del este alzó el vuelo y se perdió en la tormenta. El viento se llevó consigo los ecos de esa charla hasta la álgida costa.
Edevane observaba la playa desde la habitación de hotel, intelectual y circunspecto, con la voracidad de quien está famélico. En uno de esos grandes buques marcharían pronto, antes de que el año diera sus campanadas finales.
Él veía la muerte de Anya como quien ve un suceso ajeno y a la lejanía; lo cierto es que su niño interior gritábale de miedo cada que pensaba en la muerte de la niña que le gustaba. En sus entrañas ella se había convertido en una imagen: “soy necesario para ella, entonces soy importante”. Cuidarla era más una necesidad propia que una muestra de amor, y si con esto obtenía afecto y placer entonces sería un hombre realizado.
De su bolsillo extrajo la pequeña bolsa de terciopelo negro, tan suave al tacto, la abrió. Alzó la sortija de compromiso a contra luz y el reflejo en el zafiro le iluminó la pupila.