Donde termina la vida

CAPÍTULO CUARENTA Y SÉIS

CAPÍTULO CUARENTA Y SÉIS:

Desenlace del anterior, donde los caminos se cruzan y otros se separan

 

Los niños. No sabían lo que ocurría en ese momento, tenían tanto miedo como los días y las noches de sus vidas pasadas, esas vidas que no recordaban del todo porque el amor de una familia les hizo olvidar. Pero ese día, volvían a temer, porque corrían, se escondían y escabullían entre las puertas y rincones para sobrevivir. ¡Shh! No hagas ruido o nos descubrirán. ¡Shh! Ten cuidado con tus propias sombras, pueden delatarte. Te matarán, te matarán, te matarán. Ellos solo tenían seis años, siete años, ocho años… Pero habían vivido más.

El temeroso señor Fostter vio a su hermano por última vez cuando cerraban la compuerta de abordaje y el sonido electrónico les dejaba a dentro. Sintió al ver sus ojos esmeralda que algo olvidaba decirle, así que se asomó por la ventana del vagón, una minúscula pieza de cristal, mientras los niños se acurrucaban en los brazos de sus cuidadores. Solo entonces pudo ver que Thomas discutía con alguien, un hombre alto y moreno: Chane se había escabullido fuera, y se quedaba a su lado. Thomas estaba furioso.

El tren hizo un amago de arrancar, y lo hizo, lentamente comenzó a flotar por los rieles, y avanzó hacia delante, hacia la seguridad, atrás restaba la locura de la ciudad, de la guerra que les pisaba la cola. Pero allí entre el gentío, el señor Francis Fostter pudo ver, una sombra angelical brillar y desfilar como un relámpago de dicha y belleza, solo un atisbo tuvo de sus preciosos ojos castaños y su figura femenina cubierta en abrigos gruesos, pero era tan hermosa como la recordaba, o más. «No te vayas más». Esa fue la última vez que Francis Fostter vio a Anyaskiev.

Cargaban con un ligero equipaje de mano, identificadores, pasajes y otros valores, ninguna tenía mucha experiencia en ese mundo, solas, pero el chauffeur, que es justo mencionar su nombre ya, Jean Pierre, francés como su esposa, Ange, les escudaba del engaño de los hombres que se aprovechaban de mujeres en tiempos de crisis. Les buscó un vehículo de transporte, y, a un alto costo, los transportó hacia la avenida Lions, hacia la casa del General Kosthof. Curioso, que el nombre aún era recordado, y sería siempre gracias a una de las pinturas de Anyaskiev.

Desmontaron, y la casa que una vez aparentaba tanta belleza fértil y plena, era frívola y álgida entre la sábana de la nieve y el hielo de invierno; aún tenía cierta belleza. Anyaskiev sentíase en casa, pero tanto extraña porque algo le faltaba, una presencia a su lado: El General.

Abrieron la clausurada casa, encontrando que los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas y las arácnidas habían hecho nidos sobre éstos, había popó de aves en cierta parte de la cocina y los suelos yacían sucios, una gotera hacía estragos en el abandonado estudio. Era como si todo hubiera estado abandonado por años, y no meses. Los asistentes no estaban ya. Anya corrió escaleras arriba con las pocas energías que le quedaban del viaje y ajetreo en la atestada estación de tren, buscó su galería. Al abrirla, descubrió que la galería como su propia recamara eran los únicos lugares donde no había corrosión, era como si el tiempo hubiérase detenido en un tris.

Abrazó sus pinturas con la alegría de quien saluda a un amigo, y buscó aquellas más emblemáticas para tenerlas al alcance. Algo decíale que las necesitaría pronto. Ange, detrás, le invitaba a dejarlo para después, que lo primordial era arreglar una habitación para descansar y luego buscar algo de comer. Luego de muchos intentos consiguió persuadirla y el esposo, Jean, salió en busca de algo de comer para ellas con los valores acordados. Alistaron dos habitaciones, las más decentes, una para ellos, otra para la joven, ésta última se recostó agotada.

—Es tiempo de su dosis —dijo la pelirroja, y buscó el maletín con medicamento, abrió la cajita negra que contenía sus frascos, y descubrió que en las prisas habían olvidado los frascos del nuevo set, apenas tenían la dosis de un día, o menos. Ocultó esto de la joven y mantuvo la sonrisa, aplicó la inyección como tantas otras veces había hecho para ella y la vio sufrir, la vio llorar y pujar al controlar los retorcijones de dolor que el medicamento le causaba en su interior hasta que quedóse laxa en un sueño.

La bebé en su vientre pataleó. Consoló a su hija con una caricia y un breve canto maternal, a la vez, esto ayudó a los turbulentos sueños de Anya; Ange debía cuidarlas a ambas, pero sabía que no podría salvarla ella sola, necesitaba ayuda. Tomó los valores que tenían restantes, su esposo volvería pronto así que no tenía mucho tiempo, así que partió hacia el Baluarte de Correo para costear una llamada, tan caras eran por ese tiempo que les costaría los alimentos de varios días, pero era necesario.

Regresaban el señor Thomas, el señor Collingwood y Chane a su casa, derrotados y tristes para pasar la noche. El joven castaño lucía más molesto que triste, sentíase impotente por no lograr proteger a sus niños, por haberlos dejado solo luego de no separarse de ellos en tanto tiempo; por Chane sentía algo de molestia, pero comprendía sus razones: “Tú eres mi hermano, a donde estés, estaré”.




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