Donde termina la vida

CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE

CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE:

Sobre fuego y nieve, alegría y tristeza

 

El señor Thomas escuchó las sirenas cuando Chane regresaba con algo de carnes y verduras hervidas para la comida, según supo, los empleados saquearon muchas despensas antes de marcharse. Ambos dejaron los platos caer en el suelo de inmediato, éstos se rompieron en muchos trozos y desperdigaron la comida por el lustroso suelo.

Corrieron al estudio en busca del señor Collingwood, lo encontraron dormido en su sofá. El sonido de las sirenas les erizaba la piel. El hijo se arrodilló frente a su padre, y le sacudió con poca gentileza, llamándole.

—¡Padre, padre! —decía—. ¡Despierta! ¡Tenemos que irnos!

—Thomas —dijo Chane, ronco.

—¿Qué? ¡Busca algo para llevar algo de comer, rápido! —vociferó con ira ante la inutilidad de su hermano, pero éste se acercó a su padre y colocó una mano en el cuello del anciano.

—No, no, no, no, no… —Thomas lo negaba, tomándolo de las mejillas, aún estaba tibio—. ¡Padre, padre, despierta, por favor! ¡No puedes dejarme, no puedes dejarme ahora!

Sacudía al anciano con rudeza, buscando despertarlo de su sueño eterno, pero tal cosa era imposible, incluso para seres especiales como ellos. Su padre ya no estaba allí.

—Tom, tenemos que irnos —susurró Chane desde la ventana, viendo cómo los techos de las casas comenzaban a iluminar las calles con las llamas que los tarugos iniciaban, las mejillas bañadas en lágrimas saladas.

—No voy a dejarlo —exclamó con parasismo—. Es mi padre, no voy a dejarlo.

Como un niño, lloraba, abrazado a su padre que, inerte, no podía escuchar sus ruegos.

—Tenemos que irnos, van a quemar toda la casa, Tom.

—¡No voy a dejarlo! —espetó hacia su hermano.

—¡También era mi padre!

—¡No, no es tu padre!

Un silencio profundo sembró el espacio entre los hermanos, hasta que Thomas se echó en el hombro de su hermano y lloró como el niño que era, un niño huérfano, como los demás niños Collingwood.

Atrás dejaron el cuerpo del señor Collingwood y la casa. Los leños penetraron el cielo con fuerza, le enterraron en los áticos y en las habitaciones más altas, el perro logró escapar a tiempo junto a sus amos, pero los muebles se quedaron para contemplar, como los ojos congelados en la muerte del señor Collingwood, cómo las llamas engullían la historia de una familia que recorrió el mundo salvando niños de la guerra, cómo las fotografías ardían y se derretían con facilidad las cortinas, y cada tabla, cada clavo, era reducido a cenizas y escombros de una vida que una vez fue bonita.

Las calles de evacuación se llenaban con personas corriendo hacia un sitio seguro, si es que había uno, y los jóvenes hermanos iban en la misma dirección, porque no tenían a dónde ir. Hasta que, el maldito chucho se detuvo, y corrió en dirección opuesta, ladrando con efusión, como si no tuviera miedo por las llamas que rodeaban todo y el calor que amenazaban con derretirles la piel.

El señor Thomas no pasó desapercibido el acto, así que se detuvo, entorpeciendo el camino a mucha gente que lo miraba con enojo. Chane lo instigó a avanzar, pero Thomas sentía algo en ese animal corriendo de esa forma tan súbita, y corrió detrás de él. El moreno, sin tener más opción, fue detrás de su hermano y le siguió mientras se internaba en las calles de la ciudad, atravesaban el parque que también era un parque de llamas y de árboles roídos por el fuego que caían a su paso, subieron por la calle Washington, y cuando casi llegaban a la esquina, supo entonces hacia dónde los llevaba.

Se detuvieron en las aldabas de la entrada, sin el conocido candado puesto, y vieron la luz que emergía de una de las habitaciones superiores de la derecha. Así que, con esperanzas en su corazón, el señor Thomas se adentró en la casa de la avenida Lions.

La habitación del General sufría las consecuencias de uno de los tarugos, y se encendía en llamas la cama, a su vez, llenaba de humo el pasillo y así la habitación de Anya. Tanto Jean como Ange intentaban mitigar las llamas con agua y en última instancia, nieve del alfeizar de las ventanas, lográndolo a penas con la ayuda de Anya.

Ambas mujeres estaban agotadas y ninguna debió realizar tal esfuerzo. La embarazada salió a trompicones de la recámara pero con la satisfacción de que la casa estaba a salvo, la joven se quedó allí unos minutos más, no podía moverse por el absceso de tos que la sorprendió. Jean la cargó fuera y la llevó escaleras abajo mientras tosía contra su hombro, al separarla y dejarla en el suelo de la sala de estar, vio que había escupido sangre.

Ange regresó de la cocina, al otro lado de la casa, con agua fresca para los tres, su esposo la invitó a sentarse y así la persuadió de descansar allí mientras se despejaba el humo en la planta superior. Anya estaba todavía echada en el suelo cuando los portones sonaron bajo la influencia de alguien que intentaba forzar su entrada, se sobresaltaron.




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