Donde termina la vida

CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO

CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO:

SOBRE UN CAPÍTULO QUE NO MERECE NOMBRE

 

Después de años tantos de búsqueda por la felicidad, Thomas la encontraba en el mismo momento en que el tiempo para estar juntos se les acababa. La veía dormir en su cama, como un ángel para llevarle alegrías en medio de angustias, con la esperanza de poder enmendar un error, y salvarla.

Ella despertó y se supo observaba por un par de esmeraldas brillantes, cubierta apenas por un camisón ligero, pero no había sino comodidad en esa intimidad. Actuaban como si aquello lo habían vivido miles de veces, como dos viejos esposos que despertaran juntos luego de décadas de matrimonio, no como dos desconocidos que se enamoraron por accidente. Thomas acarició su mejilla, luego la cicatriz en su sien.

—No permitiré que te alejes de mí de nuevo.

Quiso replicarle con lo que sus barruntos le decían, quiso con toda su alma decirle lo que sabía que ocurriría esa noche, quiso decirle lo mucho que lo amaba y lo tonta que era ella misma por hacerlo sabiendo su condición de alma pasajera en éste mundo, quiso decirle tantas cosas que no pudo decirle nada al final. Acercó su cuello y así sus labios hasta los de él. Estaban solos en la habitación, estaban solos en el mundo.

Cuando él la tocó, ella no se sintió enferma ni sola, ni abandonada ni triste. Cuando ella lo tocaba, él no se sentía huérfano ni viudo, ni solo ni triste. O quizá, sí estaban solos y tristes, pero estaban juntos, y eso valía más que la compañía misma. Se unieron en cuerpo con el sexo y en alma con la vida que compartieron, con las cosas que no se dijeron y las que se sintieron, en las discusiones y en las alegrías.

No había hombre más feliz en la tierra al dormirse con su amada entre sus brazos, la mujer que tardó veinte años en encontrar; y al despertar, no hubo hombre más desgraciado en la tierra que él, que había la perdido en la misma noche en que la había encontrado.

Primero, los rayos del sol la besaron emergiendo entre las nubes, parecía que sería un día de invierno luminoso, lo cual era un alivio para aquella ciudad que había sobrevivido de mala gana a aquella terrible noche. Luego, se sintió algo frío en la habitación, como una corriente de aire que pasó de improviso, despertándole aunque estaban ambos abrigados bajo edredones gruesos, desnudos.

Al sentirla en sus brazos y ver su rostro tan cerca, descansado y sublime, sonrió. Acarició su mejilla como había hecho la noche anterior, entonces la sintió fría como lucía de porcelana. La sonrisa se desvaneció de sus labios, para dar paso a un rostro de pánico; la agitó, como había hecho con su padre horas antes, la llamó por su nombre, la llamó “amor”, la llamó “mi vida”, “Gabrielle”, “Anya”.

El grito de tristeza encrespó los vellos de Ange en la habitación contigua, y supo lo que ocurría, se refugió en los brazos de su esposo y la lloró también, con tristeza, con amargura. Escuchaba los ruegos de Thomas y sus súplicas al Creador para darle unos minutos más para intentar sanarla, para curarle sus dolencias, solo unos minutos bastarían para ellos, luego lo escuchó gritar con furia hacia el cielo, con enojo y recriminación por ser tan cruel e injusto, por dársela tan tarde y quitársela tan pronto.

Ninguno de los esposos interrumpieron en la habitación, pero en secreto se preparaban para lo que seguiría. En el interior de la estancia, el señor Thomas se abrazaba al cadáver de Anya como quien se aferra a la vida misma, Jaldes en el piso inferior aullaba con la misma tristeza, dejando sentir la angustia en la solitaria ciudad. Se separó de ella cuando escuchó un repiqueteo en la ventana de la estancia, alzó sus ojos esmeraldas, hinchados y cristalizados, para contemplar el ave de mostazas figuras que repiqueteaba sin parar. También ella se quedó a observarle unos minutos, y se perdió en el vuelo.




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