Donde termina la vida

CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE

CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE:

Finale

 

Cada vez que entro en el museo ubicado en la antigua avenida Lion, me detengo un momento a contemplar el epitafio de la lápida en una de las fuentes del jardín de apertura:

“Aquí no acaba su historia, aquí no termina su vida”.

Se erizan los vellos de mi cuerpo al escuchar esa voz en mi mente leyendo esas palabras, esa voz es mi voz, por supuesto, pero me estremezco al imaginar la trascendencia que debe tener una persona para continuar tocando vidas después de la muerte. En el museo están solo algunas de sus obras, tantas son y tan famosas que han cruzado el océano y se exhiben en sitios ahora emblemáticos para la humanidad. Ella nunca quiso compartirlas con nadie, y ahora son famosas.

La casa del General Kosthof fue la única sobreviviente en el incendio del ataque aéreo que desató esa terrible guerra hace veinticinco años, donde murieron miles de personas en sus casas, incineradas, o en busca de refugio, por las fuerzas enemigas, o en los buques, donde los niños Collingwood flotaron a la deriva luego de una ataque sorpresivo, y aún deben estar flotando hacia el mar.

Esa noche donde el señor Fostter creyó llegar a la costa de la mano de Arianna y encontrarse con su hermano, el señor Thomas, en una colina verde frente la playa, los cientos de personas que viajaron en el último buque se perdieron en el mar y nunca llegaron a sus destinos. Él, un hombre de papel, se deshizo, perdió color y forma, como las flores de papel que confeccionó para Anyaskiev, haciéndole creer que había sido otro “amigo” por avergonzarse de sus talentos, de su gentil ser.

En los libros de registro leí una noche el nombre de Dmitri Edevane en la lista de los últimos en abordar aviones de transporte hacia República, a su lado, el nombre de un par de personas no tan agradables para él.

Encontré más adelante en mi investigación, bitácoras pertenecientes a los archivos de las bases de Militancia, unos cuantos del señor Markism Zatséiv y otra del mismo Edevane en persona, donde contaban cómo solicitaban transporte de urgencia para cuatro miembros de la Regencia, y nombres falsificados adjuntos con datos. Al final, el señor Edevane, bajo la influencia de Marks, logró sacarlos a los cuatro de los restos de éste continente Americano.

Dice mi madre, que cuando la enterraron aquí, éste mismo sitio era una gélido páramo, y que ese día supo que Thomas y su padre no eran seres humanos ordinarios, sino que tenían un poder interior, “magia” le llamaba ella, yo pienso que pudo ser algo más, quizá no eran de éste planeta. Derritieron el hielo de la tierra y cavaron un agujero para ella, la envolvieron en sábanas y con todo el dolor de sus almas, la descendieron con el cuidado que un ángel se merece. Fue casi un delito, una afrenta el vertir tierra sobre su cuerpo, y dejarla allí, tan sola, bajo tantos metros, bajo tanto peso, bajo tanto frío. Tan sola le parecía.

Cuando terminaron, la tierra germinó, en pleno invierno. Una montaña de hierba surgió del suelo como el agua de un manantial, plantas y helechos nacieron, flores y prados se extendieron por las calles aledañas, verdes enredaderas y verdes arbustos reptaron los edificios. Los árboles surgieron de la tierra como margaritas floreciendo, rompiendo con las baldosas del suelo, creando nuevos bosques y nuevos hogares para los animales que perdían sus casas por las guerras humanas. La tierra se alimentó de ella, y expandió su vida por kilómetros y kilómetros hasta que la antigua Ciudad de Los Cabos, vuelta cenizas luego del incendio, se convirtiera en una reserva natural de vida silvestre, con innumerables especies únicas de flora y fauna.

Mi madre dice que ésta era su misión desde el principio, que ella, Anya, debía dar vida desde su nacimiento, que de alguna manera, ella tampoco era completamente humana, no podía serlo si lograba conectarse con los animales de esa forma, si podía ver lo que otros no ven, si podía sentir como nadie y vivir como nadie.

Yo, en lo personal, veo su tumba, y pienso en los niños, pienso en el señor Thomas que, quién sabe, quizá siga vivo junto al señor Chane y sus hermanos, en algún lugar de República bajo un nuevo nombre y una nueva misión. Tal vez busca una nueva Anya, una nueva Gabrielle para compartir la larga vida que le queda por vivir.




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