Doppelganger

Capítulo 4: Sábanas italianas

Berlín, 14 de mayo de 1951.

Casa de Lorenzo Moretti, frente al Lago Müggelsee

00:35 a.m.

El trayecto desde el Das Rote Haus al lago Müggelsee fue corto, amenizado por clásicos italianos y las anécdotas de Lorenzo sobre su infancia en Sicilia.

El suntuoso Opel Kapitän se estacionó frente al porche de una casa de dos pisos. La fachada, de aspecto tradicional y campestre, estaba decorada con buen gusto. La vista hacia el lago era impresionante: el cielo estaba despejado y la luna llena se reflejaba en sus aguas oscuras como una perla reposando en una cama de seda negra.

Los sonidos de patos, garzas, grillos y algún búho lejano llegaban a oídos de Lena, mecidos por el murmullo de las aguas. Era una experiencia estimulante y relajante a la vez.

Lorenzo se bajó del coche y le abrió la puerta, haciendo una reverencia. Lena bajó fingiendo una sonrisa que cada vez le salía más natural. Siguió a Moretti hasta la puerta, analizando cada detalle de la casa y sus alrededores. No tenía vecinos ni edificaciones cercanas, lo que ofrecía múltiples rutas de escape y visión periférica del terreno. A pesar de estar relativamente cerca del casco urbano, apenas se oían los ruidos de coches. Si una persona gritase, sería casi imposible que alguien acudiera.

Las luces se encendieron y un mayordomo de rostro afable les abrió la puerta. Lorenzo le tendió las llaves del auto. Parecía una rutina a la que el hombre de mediana edad estaba ya acostumbrado.

—Peppe, déjanos solos esta noche. Llévate el coche si gustas, pero regrésalo al amanecer.

—Como ordene, signore —asintió, recibiendo las llaves. Luego se dirigió a Lena con un gesto de despedida y una sonrisa ensayada—. Signori. Buenas noches.

Lena le devolvió la sonrisa y vio cómo se alejaba y subía al coche de Lorenzo, de forma autómata, como si hubiera repetido esa misma acción cientos de veces. Jugó a adivinar a cuántas muchachas se llevaba del club a su casa, pero desistió de inmediato. No estaba ahí para averiguarlo.

Se preguntó si Arthur habría conseguido seguirlos hasta allí, o si les había perdido el rastro en el Das Rote Haus.

—Adelante, querida Evangeline —se dirigió a ella como a una reina, sosteniéndole la puerta invitándola a pasar, e inclinando un poco la cabeza.

La casa lucía más espaciosa por dentro gracias a la delicada elección de colores. Las macetas con plantas de interior, elevadas estratégicamente, creaban la ilusión de un ambiente mediterráneo. La madera, la piedra y los colores terrosos la transportaron a Sicilia, incluso sin haber estado nunca allí. Caminar por la mullida alfombra era como andar descalza por la playa de Mondello.

«El desgraciado tenía razón...», pensó al ver las cortinas. Aunque no era una experta en modas, debía admitir que eran preciosas, con finísimos detalles dorados que adquirían una nueva dimensión al acercarse.

—Vamos, tócala —dijo Lorenzo percibiendo el interés de Lena mientras descorchaba un vino de su cava personal y le dedicaba una sonrisa pícara—. Todo en esta casa invita al tacto...

Las insinuaciones de Moretti ya no molestaban tanto a Lena. Después de todo, había conseguido llevarlo a su terreno. A pesar de estar en casa de él, era ella quien tenía el control. De ella dependía lo que pudiese pasar, y estaba convencida de tener la destreza fuerza para enfrentarse a él si fuera necesario. Además, Lorenzo no se veía muy atlético y en la pista de baile había demostrado una escasa resistencia física. Parecía más un estafador que un maleante.

«¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar, Lena?», se preguntó. Lorenzo se acercó a ella, descalzo, con una copa de vino en cada mano. Había dejado su chaqueta sobre la cava y llevaba la camisa a medio desabotonar.

—Esta es la pieza más preciada de mi cava: un Barolo, Giacomo Conterno, la bodega más prestigiosa de Piamonte —dijo con orgullo, extendiendo una de las copas a Lena y soplando un mechón de cabello que le caía sobre la cara.

Lena examinó el contenido con discreción. No vio burbujas extrañas, pero no quería correr riesgos, pues no había visto si Moretti había vertido alguna droga en el líquido.

—Sostén la copa por el tallo, no quieres calentar el vino —dijo él, sosteniendo la suya a modo de ejemplo—. Si lo miras a contraluz, podrás apreciar sus matices. Aunque su cuerpo destaca a la vista, el impacto de este vino radica en su olor. Agita levemente la copa para liberar sus aromas...

Mientras Moretti continuaba su clase exprés sobre cata de vinos, Lena buscaba la mejor manera de someterlo a su control.

—Da un pequeño sorbo y deja que se extienda por tu boca —continuó Lorenzo, haciendo la demostración.

Lena hizo el ademán de beber, pero dejó que el vino se derramara sobre su vestido.

—¡Maldita sea! —exclamó fingiendo sorpresa—. Creo que ha sido suficiente vino por esta noche, el alcohol no se me da bien...

—Tranquila, no te preocupes —dijo Lorenzo poniéndose de pie y apresurándose a ofrecerle un pañuelo—. Subamos a mi habitación para que puedas tomar una ducha. Te prestaré una de mis batas.

Lena le devolvió una mirada coqueta, aparentando seguirle el juego. Recibió el pañuelo y frotó su pecho con él, muy despacio, buscando nublar el juicio de Lorenzo. Fue fácil conseguirlo, pues él se mostraba impaciente y acalorado.

«Tranquilo, campeón. Hoy no será tu noche», pensó dejando escapar una sonrisa. Ya había elaborado su plan, solo debía ejecutarlo.

Ya en el cuarto de baño y con la bata de seda en las manos, dejó correr el agua de la ducha y entreabrió la puerta para espiar a Lorenzo, que había procedido a quitarse la ropa para enfundarse una bata. Tal y como había supuesto, su cuerpo no le resultó nada impresionante: sin músculos, con un tatuaje de marinero en el brazo que no le sentaba muy bien, y con los hombros caídos. Aún así, le encontraba cierto encanto.




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