Berlín, 14 de mayo de 1951.
Restaurante turco sin nombre, barrio Neukölln
3:10 p.m.
Terminaron de almorzar, y la mayoría de clientes ya se habían marchado. La joven mesera se acercó a limpiar la mesa y a recoger el dinero que Arthur había dejado sobre la mesa, sin intención de intercambiar palabras.
—Señorita, ¿usted trabaja aquí todos los días? —preguntó Lena con una sonrisa.
—Sí, ¿por qué pregunta? —se extrañó la mesera. A pesar de su cordialidad, no parecía estar familiarizada en socializar con desconocidos.
—Un conocido mío vive en la casa de en frente —respondió con tono casual—. Parece que no está en casa y no me contesta las llamadas. ¿Lo ha visto en estos días?
—Ah, se refiere al pelirrojo —dijo la mesera colocando los platos y vasos sucios sobre una bandeja, y en su tono asomaba algo de nerviosismo—. No lo conozco, y nunca ha venido a comer aquí. A veces se le ve llegar o salir, pero no parece pasar mucho tiempo en casa. Lo vi salir esta mañana, durante la hora del desayuno, un coche que se veía caro lo recogió.
—Ya veo. Me citó para esta tarde pero tuve que adelantar mi viaje un par de horas. ¿Le molesta si esperamos aquí?
La mesera alzó la vista hacia el reloj de pared.
—Lo siento, pero cerramos en treinta minutos. Si desean pueden regresar en la noche, reabrimos a las 6:00 p.m.
—No se preocupe, ha sido muy amable —dijo Lena poniéndose de pie y haciéndole un gesto a Arthur para que la siguiera.
Ya en el exterior, se subieron al auto de Arthur, custodiados por un par de perros callejeros que habían sido corridos del restaurante en su intento de recibir algunas sobras.
—¿En serio piensas entrar? —preguntó encendiendo un cigarrillo—. Sabes que no puedo acompañarte.
—Tranquilo, quédate aquí y vigila la entrada.
Arthur asintió de mala gana, y Lena cruzó la calle en dirección a la casucha. La bordeó buscando alguna ventana abierta. Todas estaban cerradas.
Entonces, vio una ventana en el segundo piso que estaba entreabierta. Buscó una manera de llegar a ella y trepó con ingrávida soltura. Se aferró a las bruñas de los ladrillos, improvisando puntos de apoyo. Casi resbala en un par de ocasiones, pero consiguió alcanzar el alféizar.
Abrió del todo la ventana y saltó al interior, haciendo crujir la madera a sus pies. Se quedó inmóvil unos segundos, prestando atención al más mínimo ruido. Parecía estar sola en aquella casa.
Se asomó por la ventana y comprobó que la calle estaba vacía.
Estaba en un dormitorio sucio y desarreglado. Un gran cuadro del puerto de Killary, en Irlanda, dominaba el muro frente a la cama deshecha. La decoración era austera y casi inexistente, y lo poco que había parecía estar fuera de lugar: una silla de comedor, unas cajas metálicas abiertas y vacías, papel de baño y rollos de alambre.
Salió al corredor y se encontró con una puerta cerrada, un cuarto de baño y una escalera que conducía a la planta baja. Bajó la escalera y notó que el primer piso no tenía nada fuera de lo común: una sala, una cocina, un estudio y un cuarto de baño. Todo estaba empolvado y descuidado, como si la casa llevara meses deshabitada.
El papel de la pared se estaba cayendo en algunas partes, y algunas sillas estaban caídas en el piso. A Lena le dio la impresión de que alguien más hubiera estado antes ahí, buscando algo. Pero salvo el mal gusto para la decoración, no encontró nada extraño o comprometedor.
Tomó un cuchillo de la cocina y se dirigió a su apuesta más segura: la habitación cerrada con llave en la segunda planta.
Introdujo el filo de la hoja en el borde de la puerta para forzar el picaporte, que cedió con poco esfuerzo. «Vaya, Lena, si te lo hubieras propuesto hubieras sido una gran ladrona», pensó, y entró a la habitación.
Se topó con muchas cajas apiladas que casi alcanzaban el techo, desfasadas y amenazando con venirse abajo ante el menor movimiento. En el centro del ambiente había una escritorio de madera barata, de aspecto artesanal. Las patas tenían diferentes alturas y se tambaleaba al apoyarse sobre ella.
Se acercó a la ventana que daba hacia la calle, y vio el coche de Arthur estacionado fuera del restaurante turco. Intentó hacerle un gesto para indicarle que todo iba bien, pero éste no le prestaba atención.
Entonces, notó algo que le llamó la atención: en el suelo yacía una pizarra de corcho que parecía haberse desprendido de la pared, con algunas chinchetas desperdigadas alrededor.
La levantó y la colocó sobre el precario escritorio. Retrocedió un par de pasos, sin poder creer lo que veía: en el centro del tablero había dos fotos suyas, sujetadas con chinchetas a un gran mapa de Europa. Una de ellas tenía una "X" marcada con rotulador rojo.
Examinó el tablero. Había varias fotografías duplicadas de distintas personas. Algunas de ellas eran las víctimas cuyos casos había estado investigado antes de Ellen Schmidt. Todos tenían una de las fotos en el interior de Alemania, mientras que los dobles se hallaban repartidos entre varios países, todos marcados con rotulador.
En Alemania habían pocos casos, todos correspondían a los que ella estuvo investigando en colaboración con la policía central alemana. Una de las víctimas en Leipzig sufrió del mismo modus operandi que otras víctimas a lo largo del país, entre las que estaba Ellen: la doppelgänger de Lena.
Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Qué significaba todo esto? ¿Qué relación tenía ella con las demás víctimas?
Se sentó frente al escritorio y examinó la pizarra con detenimiento, para asegurarse de no dejar escapar ningún detalle. Cuando leyó su nombre, Lena Roth, bajo su fotografía, no pudo evitar sentirse vigilada, como si un enorme ojo estuviera puesto sobre ella en ese preciso momento.
Abrumada, se puso de pie y empezó a abrir las cajas más cercanas. En ellas encontró archivos con mucha información acerca de cada una de las víctimas: documentos oficiales de sus respectivos países, reportes de sus rutinas, mapas... estaba todo. El asesino llevaba haciéndole seguimiento a todas esas personas durante meses.
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Editado: 17.02.2025