Berlín, 15 de mayo de 1951.
Clínica Vivantes, Avenida Fritz Erler
12:15 p.m.
—Parece que cambió de carrera, señorita Roth —dijo, y su boca se torció en una desagradable sonrisa.
La pregunta tomó por sorpresa a Lena, pero disimuló el sobresalto y se alisó el vestido de enfermera. Dio un par de pasos hacia el pelirrojo, sopesando sus palabras.
—No tengo tiempo para juegos, Fraser —respondió al fin, encontrando determinación—. Vine a terminar la charla de ayer, antes de que te den de alta y te condenen al patíbulo.
Fraser no dijo nada, se limitó a mirarla con ojos inexpresivos. Su mueca se borró por un instante. Sus rasgos se relajaron y parecía tener la mirada desorbitada. Lena no quedaba indiferente a sus bruscos cambios de personalidad.
—Sé que no trabajas solo —continuó, dando decididos pasos alrededor de la camilla—, así que me dirás los nombres de las cabezas del Frente Supremacista Genético. Solo si colaboras te salvarás de la pena de muerte.
Los ojos de Fraser se abrieron como platos, y la boca también como si tratara de hablar pero sin que le salieran las palabras. Lena ya no soportaba más su inestabilidad mental, pero debía apretar para sacarle alguna respuesta.
—¿Cómo preferirías morir? La horca no es mala opción, si te rompes el cuello morirás al instante, pero si no... sí que pasarás un mal rato cuando el aire deje de llegarle a tus pulmones. Te advierto que esto último es lo más frecuente.
Fraser se veía cada vez más tenso, sin disimular el miedo. Algunas venas empezaban a marcársele en el cuello.
—Escuché que la silla eléctrica es terriblemente desagradable. Sobre todo porque nunca le atinan al voltaje adecuado, y se requieren de varias descargas hasta que por fin resulta mortal. Es muy doloroso. Los condenados gritan hasta que las cuerdas vocales se les achicharra.
El rostro de Fraser pasó del miedo al pánico.
—¿La cámara de gas? —continuó Lena, casi disfrutando de aquel momento, de sentir al pelirrojo vulnerable y bajo su control—. Creo que no mereces esa, es como quedarse dormido...
Entonces, el cuerpo de Fraser empezó a temblar. Lena se asustó por un instante, no creyó que sus palabras lo afectarían de tal manera.
Se acercó con cautela, y el cuerpo del pelirrojo empezó a sacudirse con fuerza, como tratando de librarse de las ataduras, abriéndose las heridas que teñían de rojo las vendas. Una espuma blanca empezó a emanar de su boca, y los ojos se inyectaron en sangre. Lena no supo qué hacer. El asesino parecía sufrir de un ataque de epilepsia, o algo peor... parecía haber sido envenenado.
—¡Médico! —gritó ella. Arthur y los otros dos policías abrieron la puerta de un golpe. Vieron a Lena aterrada junto a la cama del pelirrojo, que se estremecía con sacudidas intermitentes, cada vez más espaciadas.
—Voy a llamar al médico —indicó Arthur a los policías, y tomó a Lena por el brazo. Una vez fuera de la habitación, le susurró—. Debes irte, cuanto antes. Pensarán que tuviste algo que ver. ¿O sí? No me digas que...
—No, no. Claro que no.
Arthur la escrutó con la mirada, y luego asintió, creyéndole. O al menos parecía hacerlo.
Lena corrió hacia el cuarto de descanso, y vio sobre el hombro cómo Arthur partía en dirección contraria, buscando a un médico.
Se vistió con prisas y salió con el corazón en el puño. Se cruzó con un par de enfermeras que no le dieron la menor importancia. Al dirigirse a la escalera, vio a un médico y una enfermera corriendo rumbo a la habitación.
Salió de la clínica, fingiendo toda la normalidad de la que era capaz, pero al cruzar el umbral y llegar al estacionamiento, comenzó a hiperventilar. Las piernas le temblaban y no entendía bien el por qué. Ya se había topado con varias muertes, sobretodo en las últimas misiones.
Entonces lo entendió. No era miedo: era rabia. Rabia por no haber podido sacarle la información que quería al asesino. Alguien de la secta a la que pertenecía lo había silenciado. Eso solo podía significar que les seguían el rastro, y que tenían influencia suficiente como para infiltrar a alguien en la clínica.
Pero, ¿quién?
Pensó en la enfermera que le cedió su lugar, tenía acceso a la habitación de Fraser, y a material y conocimiento necesario para inyectarle algo que le resultara letal. Se escabulló muy rápido de la sala de descanso.
También podría ser alguno de los policías que montaban guardia. Pero no, no podían arriesgarse a matarlo durante su guardia, serían interrogados y quizá investigados. Además habían llegado solo hacía unos pocos minutos y Arthur fue directo hacia ellos, habría notado algo.
Lo más probable es que fuera alguno de los policías, o supuestos policías, de la guardia anterior. Les resultaba conveniente aplicar el veneno justo antes de dejar sus puestos y fugarse.
Entonces, una mano apoyándose sobre su hombro la sobresaltó y, por instinto, lo tomó con fuerza dispuesta a realizarle una llave.
—¡Tranquila, Lena! ¡Soy yo! —se defendió Arthur, sorprendido de su reacción.
—Lo siento —dijo, avergonzada—. Espera, si estás aquí, ¿qué está pasando en la habitación?
—Fraser murió —dijo, con el rostro ensombrecido—. Dejé a los guardias en la habitación, uno montando guardia junto al cuerpo, y el otro buscando sospechosos dentro de la Clínica. Ya pidieron refuerzos. Yo salí a extender la búsqueda en los alrededores, y de paso a advertirte de que te escondas. Tu descripción se incluirá en la lista de sospechosos por ser la última persona en verlo con vida. Ya te están buscando, y te pondrán en la mira cuando comprueben que no trabajas aquí.
—Arthur...
—Lo sé, lo arreglaré, pero ahora sólo debes...
—¡Arthur! ¡Allá! —exclamó Lena jaloneando a Arthur de la manga para que mire hacia donde ella señalaba.
Del otro lado del estacionamiento, estaba el Porsche 356 plateado. Arrancó y salió con prisas del estacionamiento.
#439 en Detective
#74 en Novela policíaca
#2100 en Otros
#379 en Acción
accion y suspenso, mujer fuerte y empoderada, crimen y misterio por resolver
Editado: 17.02.2025