Doppelgänger

Capítulo 2

MATTHIEU

 

Miércoles, 7 de septiembre

«Ma petite alouette», así nombró al retrato cuyo último trazo dibujó con la majestuosidad de un pavo real.

Desde la primera vez que la vio, asoció a la alondra con aquella chica tímida de aspecto melancólico que aparecía hasta en sus más íntimas melodías.

Sonrió con disimulo al escuchar su nombre: Anna Beaumont, o como ella prefería ser llamada, Anneliese. Sabía todo sobre ella o al menos lo que se supone se debía conocer, tampoco iba más allá como un acosador, para él no era correcto y había límites, no vaya a ser que se asustara y toda posibilidad de entablar algo más que una amistad se fuera por la borda.

—Te beso en mis sueños.

Escuchó su dulce voz pronunciar el título de la canción que interpretaría.

Por encima del cuaderno, la observó prepararse para cantar acapella. Si bien Anneliese no era de las mejores voces del curso sí la consideraba una violinista prodigio. Era como si ella y su violín se conectaran y transmitieran en sus notas todo lo que deseaba comunicar, como si a través de su música diera un grito de auxilio que nadie más podía escuchar.

Aunque no podía negar que ella bien podría mejorar si se lo proponía. No era la mejor, pero tampoco la peor. Pues al menos afinada sí estaba.

La escuchó cantar:

 

Te beso en mis sueños

todas las noches

y cuando te miro me sonríes

lo sé, esos días pasaron.

 

Te beso en mis sueños

todas las noches

y cuando veo tus ojos de cielo

me haces llorar.

 

Matthieu sonrió, volviendo su mirada hacia el recién terminado retrato. Firmó y escribió el título elegido. Acto seguido cerró el cuaderno de dibujo y se concentró en la canción de Anneliese.

Un nudo se formó en su garganta, pues la letra se introdujo en su pecho, estrujando por completo lo más recóndito de su alma, y no solo por el efecto que la música producía en él, sino por los recuerdos de su tormentoso presente y doloroso pasado, que continuaban acechándolo como monstruos en la oscuridad, esperando con paciencia a devorar el pequeño rayo de luz que aún brillaba en su ser.

Tragó saliva y con pesar, volvió a la realidad, sintiendo su pulso acelerado acompañado de una repentina falta de aire. Cerró los ojos intentando concentrarse, volviendo a la tranquilidad.

Juntó sus manos y comenzó a aplaudir en cuanto Anneliese dejó de tocar. Abrió los ojos y recorrió su cuerpo hasta llegar a su pálido rostro, encontrándose con oscuras ojeras y las mejillas empapadas.

«¿Qué habrá pensado ella? ¿Qué fue lo que sintió?», son las preguntas que se hizo al intentar descifrar el lenguaje corporal de la chica.

La profesora le murmuró algo al oído y Anneliese asintió. Dándose por enterado que había sido el único que le dedicó una ovación de pie. Sonrojado, volvió a su asiento, no sin antes ver a la violinista dedicarle una media sonrisa. Él le devolvió la sonrisa y esperó con paciencia la interpretación del siguiente alumno.

Apenado, no apartó la mirada de ella.

Tan pequeña e indefensa la veía. ¿Acaso era el único que notaba que Anneliese era la tristeza personificada? ¿Acaso era el único con dos dedos de frente que podía comprender lo que su corazón expresaba a través de la música? Inaudito.

Solo esperaba que ella estuviera bien, o por lo menos lo que “bien” significaba en términos generales.

¿Qué secretos ocultos estarían rondando en esa cabecilla?

Desde el día en que la vio por primera vez, notó algo que había pasado desapercibido por muchos: estaba sola. Si bien existe una diferencia entre estar solo y ser solitario, él podía entender que ella no estaba sola por elección propia. Había algo más, mucho más. ¿Pero qué era?

En algún momento lo descubriría. Eso era seguro, solo esperaba que no fuera demasiado tarde para ello. Quería ayudarla, muy a pesar de sentirse la persona menos adecuada para ello.

—¡Eso haré! —murmuró emocionado ante la idea.

—Shhh… —Le codeó Fiorella, la pelirroja a su lado—. Ya cállate que luego es a mí a quien regaña miss Durand —regañó.

Fiorella era la única a la que podía considerar una amiga. Ella ha sido su confidente durante largos años, de modo que estaba consciente de su enamoramiento por Anneliese Beaumont.

—Por cierto —murmuró la chica—, cada vez la dibujas mejor. Si fuera ella, caería rendida ante tu arte —rio por lo bajo—. Es enserio.

—Claro, como digas Ella —respondió.

«¡Ay, Ella! Eres tan pequeña como para ser demasiado bocona», pensó.

Matthieu renegó con la cabeza y prestó atención a la presentación de Isadora Holmes, la alumna inglesa de intercambio.  Bostezó.




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