Doppelgänger

Capítulo 7

MATTHIEU

 

Sábado, 10 de septiembre

La sangre aún brotaba de la comisura de sus labios. Se pasó el pañuelo húmedo una vez más y limpió los rastros carmesí que delataban lo sucedido momentos antes. ¿Qué diría su hermano si le viera en esas condiciones? Ya tenía suficiente con los problemas en casa.

Humedeció el algodón con alcohol y lo pasó sobre la herida. Una mueca se dibujó en su rostro al sentir el ardor proveniente de la carne. Se miró al espejo una vez más y contempló la inminente hinchazón.

—¡Maldita sea! —gruñó.

¿Por qué debía sufrir de esa manera? ¿Qué había hecho él para merecer todo ese dolor? ¿Haber nacido? ¿Vivir con él? ¿Por qué ni siquiera tenía conocimiento del paradero de sus verdaderos padres?

Se dice que un padre no es el que engendra, sino el que cría. Comenzaba a pensar que Alain-Claude Guélin le tenía rencor.

A veces se preguntaba, ¿si tanto lo odiaba, entonces porque lo mantenía bajo su cuidado? Matthieu no pidió nunca vivir ahí, lo único que deseaba era volver a estar con sus padres, los biológicos. Pero de ellos no tenía ni la más mínima noticia.

Estaba claro que su hermano sí lo sabía, pero no le diría nada a saber por qué.

¿Temía que estar consciente de la verdad no pudiese resistirla? No lo sabía. Pero esperaba algún día poder tener vida para conocer el secreto familiar que tanto dolor le ha causado a lo largo de los años.

Y no solo se trataba de los golpes, las humillaciones y las heridas. Las marcas físicas podían curarse, quedarían cicatrices, claro que sí, pero esas se ocultaban fácilmente gracias a la ropa y al maquillaje; pero las heridas emocionales… esas nunca sanarían, pues siempre estarían ahí las cicatrices que traerían de vuelta los recuerdos más doloroso en los momentos menos esperados.

Sus ojos se humedecieron y un nudo se formó en su garganta. La impotencia crecía dentro suyo y lo único que deseaba era liberarse de esa prisión y poder ser feliz.

Solo eso deseaba: la felicidad.

Respiró hondo y tiró el algodón a la basura. Lavó sus manos y se llevó los dedos a los labios, palpando la herida. No era profunda y tampoco dejaría una cicatriz tan grande como para preocuparse, pero la hinchazón y el moretón serían visibles durante algunos días, menos mal era un experto maquillista; el problema: ser llamado marica por parte del señor Guélin.

Y qué mencionar de la golpiza que lo mandó al hospital cuando le descubrió las brochas, la base y el polvo que utilizó esa primera vez para ocultar los moretones que le dejó tras haberlo golpeado por inscribirse al Conservatorio.

Hasta el momento no sabía qué le dolía más, las palabras o los golpes.

Sin embargo, Alain-Claude no se daba cuenta que esa base servía para ocultar las marcas de su cuerpo y le ayudaban a aparentar normalidad ante sus compañeros y Fiorella.

¡Oh, si ella se enterara! Su reacción posiblemente desataría una cruda batalla que no estaba dispuesto a presenciar.

Unas lágrimas traicioneras resbalaron por sus sonrojadas mejillas. Usó el pañuelo para secarse cualquier rastro que delatara su tristeza.

—Simplemente no lo entiendo. —Se dijo mirando su reflejo en el espejo.

Tragó saliva y golpeó el espejo con ambos puños, éste no se quebró con el impacto, pero sí consiguió hacer una fisura que atravesó parte de la esquina superior hasta su nariz.

Pasó su lengua por los labios y guardó sus instrumentos de curación dentro del botiquín que guardaba en el interior del cajón del tocador que pertenecía a su madre, Colette Guélin.

A ella no la recordaba, pero guardaba celosamente un cuaderno de dibujo y una fotografía en la que aparecía junto a otro hombre. Seguramente se trataba de su verdadero padre, Belmont Dubois, quien en su momento lo reconoció otorgándole su apellido.

Matthieu Dubois era hijo de una infidelidad.

Y Alain-Claude se lo recordaba con cada golpe que propinaba a su mallugado y frágil cuerpo.

Esta ocasión fue su rostro, sus labios. Y la razón por más absurda que fuera no la dejaría pasar: un cuaderno de dibujo, propiedad de Colette.

En aquel cuaderno no solo se encontraba el arte de su madre, entre ellos, paisajes en pasteles, carboncillo y lápiz; sino también los retratos de su musa: Anneliese Beaumont.

«No sé qué piensas o qué crees que soy o quién soy», recordó sus palabras y luego su extraño comportamiento.

Se mordió el interior de la mejilla al considerar la posibilidad de que en verdad estuviera loca.

—¿Por qué piensas que necesito de ayuda? —repitió sus palabras—. ¿Por qué mejor no te vas y te burlas de mí, así como lo hace Fior…?

Frunció el ceño.

Fiorella jamás se había burlado de Anneliese, al menos no en su presencia y siempre que hacía comentarios relacionados a ella, lo hacía en tono sarcástico por no ser lo suficientemente valiente como para hablarle de sus sentimientos.




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