Doppelgänger

Capítulo 30

MATTHIEU

 

Matthieu tomó a Anneliese de la mano y juntos regresaron al salón de clases. Ella estaba apenada por lo que ocurrió, ni ganas tenía de entrar, pero él la abrazó y le dijo que todo estaría bien.

La chica asintió y tomando una gran bocanada de aire, entró con Matthieu.

Un grito no se hizo esperar cuando ambos se sentaron juntos. Miranda Pontmercy hacía un baile raro, festejaba sin razón y ahora todas las miradas se posaban sobre ella.

—¿Qué? ¿Nunca han visto a alguien bailar? —Se defendió la peliverde.

Ella frunció el ceño y se sentó enojada.

Anneliese sonrió un poco sonrojada. Ella parecía entender la razón del comportamiento de Miranda. Pero Matthieu… él seguía siendo un pequeño inocente que desconocía muchas cosas de la vida, entre lo cual se encontraban los secretos de las mujeres.

Él tenía conocimiento de las pocas veces en las que Miranda y Anneliese sostuvieron una conversación y las consideraba de cierto modo un par de amigas, aunque la castaña no diera indicios de considerarla como tal.

—Gracias Matt. —Le dijo Annelise con una sonrisa.

Ella acariciaba su mano vendada, él quiso apartarla, pero la joven no se lo permitió.

La clase continuó. Nadie en el grupo hizo mención al pequeño espectáculo que montó la extranjera, ni siquiera la profesora Durand, aunque eso sí, no dudó en llamarla al terminar la hora.

Matthieu esperó a que la chica saliera de su pequeña reunión con la profesora. Al salir, le preguntó por la conversación.

—Solo dijo que estaba preocupada y que fuera a terapia.

—¿No ya vas?

—Sí, pero digamos que no estoy progresando mucho. Monsieur Guillaume dijo que todo sería gradual, entonces, es cuestión de tiempo.

—¿Debería preocuparme más de lo que lo estoy?

Ella negó.

—No hace falta, pero quien está más preocupada soy yo. ¿Estás seguro de que te encuentras bien?

Matthieu reconoció que no, pero tampoco quería darle más detalles de lo ocurrido.

Estaba feliz con ella y el beso le dio a entender que ella no tenía ninguna relación sentimental con Everett. Tampoco es como que quisiera preguntarle a su amada sobre él, sería doloroso oír la respuesta si no es lo que él esperaba escuchar.

—¿Quieres comer algo? —invitó con el ramo de flores aún en la mano.

—Claro —respondió el chico sonriendo—. ¿Qué se te antoja?

—La verdad no tengo idea —rio—. Soy una indecisa de primero, por lo que prefiero que tu elijas, yo pago.

A Matthieu no le agradó mucho la idea de no ser él quien pagara, pero después, recordó lo que una vez escuchó a Fiorella decir: «si yo invito, yo pago, si tú invitas, tú pagas».

Juntos salieron del Conservatorio, con dirección a algún restaurante de comida rápida. A Matthieu se le había antojado una pizza e hizo una mueca de desagrado cuando Anneliese pidió la suya con piña.

—¿Enserio? —preguntó sin dejar de mirar como ella le ponía chorros de salsa picante a su rebanada.

—Esto es lo más delicioso del mundo, que tu delicado estómago no lo soporte, no es mi problema —respondió dándole una mordida a su comida.

Matthieu frunció el ceño con diversión. Tomó la salsa picante y la vertió sobre su rebanada; solo que de la emoción casi vació la botella.

Anneliese se burló de él.

—Creo que hay algo de pizza en tu salsa —dijo entre risas.

Matthieu miró su plato y, en efecto, la rebanada estaba bañada en la salsa roja, que, según la chica, «no picaba».

Se hizo el fuerte, no mostraría debilidad alguna y dio la mordida. La salsa escurría entre sus dedos, goteando sobre el plato. Sus labios terminaron embarrados de salsa y después masticó victorioso, mientras su rostro delataba la enchilada de su vida.

Por más que lo intentó, no fue capaz de tragar el bocado. Tomó una servilleta y escupió, después tomó de su bebida hasta acabarla, pero eso no le ayudaba. La Coca-cola solo contribuyó a sentir más fuerte el ardor en la lengua.

Anneliese no dejaba de reír.

Se levantó y compró otra rebanada de pizza y se la entregó a Matthieu, quien no dejaba de sudar y derramar lágrimas por la enchilada que se dio.

—Come esto mejor —dijo ella dándole la rebanada.

Él, con la lengua de fuera, apenas pudo pronunciar un débil «gracias».

La chica tomó el plato con la rebanada cubierta de salsa y se la comió.

El chico, horrorizado le preguntó por qué estaba haciendo eso.

—La comida no se desperdicia —respondió encogiéndose de hombros.

Matthieu prefirió no llevarle la contraria y comer su pizza, esta vez poniéndole un poco de salsa catsup; ni loco volvería a comer picante.

La cita improvisada no fue tan mala como Matthieu pensaba. Juntos caminaron por las calles parisinas, él la acompañaría a casa antes de ir al anticuario.




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